lunes, 14 de enero de 2013

Vivir al día



Mi primer objetivo del año fue nadar los 250 metros que separan a la isla de Flores del pueblo de San Miguel, en el lago Petén Itzá, al norte de Guatemala.  Por lo que salí del albergue con lo básico: bañador, gafas y tapones para los oídos. Nada más. Llevaba varios días nadando y me había propuesto que lo iba a conseguir.

Las lanchas llevan de una orilla a otra por 2 Quetzales, unos 20 céntimos de euro al cambio. Al puro estilo veneciano, tomar la lancha es una actividad bien cotidiana y barata para los autóctonos y un objeto de admiración para los turistas, que son presas fáciles y constantemente caen engañados. 

Ya en el muelle comencé a dudar si llegaría, si sería demasiado peligroso y lo siguiente, si una vez allí tendría fuerzas para volver. Realmente 250 metros no es una gran distancia, pero no es lo mismo recorrerlos en una piscina olímpica que en un lago o a mar abierto. 

El día había salido con algunas nubes y viento, pero caluroso. El viento no era muy fuerte, pero lo suficiente para que hubiese algo de corriente que dificultaría el nado. Sin pensarlo demasiado me lancé al agua y comencé a nadar tranquilamente, aunque a los pocos metros comenzaron a venirme pensamientos que me habían contado sobre leyendas de cocodrilos, serpientes, anguilas eléctricas y demás fauna subacuática. Además la corriente no me estaba ayudando. 

Comencé a experimentar un estado de ansiedad que me aceleraba la respiración y hacía que me cansase antes. Así no iba a llegar jamás, pero volver tampoco era buena idea. Así que decidí parar, relajarme un poco y alcanzar una pequeña isla que quedaba a mitad de camino. No hay peor enemigo que uno mismo.

La isla podía medir como una cancha de basket y tenía un par de mesas con sombrillas y algún columpio. Aparcado al otro lado había una especie de muelle que resultó ser un barco, con el diseño más raro que he visto. Allí me quedé relajado, dudando si continuar o volver.

Las lanchas pasaban de un lado a otro hasta que una se detuvo en la orilla. Se bajó un tipo moreno, sin camiseta, con la ropa de varios días, descalzo y con la cara decrépita, aún borracho. Se notaba que había llevado una vida dura, y la noche de fin de año más aún. Nos saludamos y me invitó a pasar a su casa, en el barco para fumar mota (maría). Aunque no quise fumar, acepté la invitación de compartir un pedacito de su vida.

No recuerdo su nombre, pero según me contaba, llevaba un tiempo viviendo de okupa en el barco, que antes había sido un restaurante. Era un profesor de 39 años que se dedicaba a recorrer las comunidades guatemaltecas enseñando a los niños permacultura y reutilización del plástico y cartón. Allá en plena selva, un mal año de cosechas puede ser la sentencia de muerte para muchas familias. Los subsidios en Guatemala son un lujo inalcanzable. Así que les decía: ‘¿Queréis salvar la vida por 3 Quetzales cada uno?’, y les enseñaba a trabajar estos materiales para hacer artesanías, utensilios como escobas, herramientas de labranza e incluso , les enseñaba como construir casas. ‘Hay mucho por hacer y mucho que aprender’, pensé.

Venía de salvarse de una friega por haber dormido en casa de una chica joven con su familia bajo el mismo techo. Al amanecer, el hermano, bien cabreado, le había amenazado y le quería correr a mamporros. Él lo había invitado a desayunar para que se calmara, y así se libró de unas buenas hostias. Fue entonces cuando regresó al barco y se encontró conmigo.

Me preguntó cómo había llegado hasta allí y le conté la historia, me dijo que él a veces venía a nado y que regresaría conmigo también nadando. Así que empacó todas sus pertenencias, que cabían en una sábana, y paró la primera lancha que pasaba cerca.

Le dije que iba bastante tomado, que quizá no era buena idea, y que se fuera en la lancha, que al menos tenía la plata para ir. A lo que me contestó: ‘Simón, puede que no sea buena idea.’  Pagó al lanchero para que lanzase sus pertenencias en la otra orilla y cuando la lancha arrancó nos lanzamos al agua a nadar los poco más de 100 metros de distancia.

Esta vez iba algo más nervioso, pero ya no por mí, sino por ese peculiar personaje que se estaba jugando la vida. Aunque si había sobrevivido ya 39 años, no tenía por qué acabar ahí su existencia  el día de Año Nuevo. Me iba girando poco a poco y vi que cada vez lo dejaba más atrás. Al tipo nadie le había enseñado a nadar, así que hacía lo que podía.

Decidí acelerar el ritmo porque me estaba cansando y en pocos minutos llegué a la orilla. Me giré y él tipo estaba en mitad del lago pidiendo ayuda. Grité a una lancha para que lo agarraran. Con suerte, llegaron a tiempo y lo remolcaron.  Cuando levanté la cabeza vi a un puñado de gente mirando al centro del lago. En el muelle se había creado bastante expectación y la gente murmuraba, unos más preocupados, otros se reían. También me miraban a mí, aunque yo solo era un personaje secundario de la escena.
 La lancha llegó y el tío estaba tirado en el suelo, parecía inconsciente. El resto de pasajeros salió como si nada y la gente del muelle esperaba alguna reacción. El tipo abrió los ojos y comenzó a reírse a carcajada suelta. Se levantó y me dijo: ‘¿Ves? Aquí no hay ningún peligro de ahogarse.’  Agarró sus cosas y se fue a vender artesanías.

‘Esto sí que es vivir al día’, pensé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario