jueves, 2 de mayo de 2013

Pascuas por el Pacífico



Por fin agarré otro ratito para escribir en mi bitácora de viaje la segunda parte de las vacaciones de Semana Santa. Esta vez fueron de un turismo algo más estándar, no tanta improvisación ni aventura, aunque la ocasión lo merecía, ya que recibía a contrarreloj la única visita de España hasta la fecha. ¡Gracias Urban!

Como solo teníamos una semana de viaje tuvimos que planificarlo más o menos todo para poder ver varios lugares y no perder ningún día improvisando. Así que aún con las mieles del Tajín en los labios, la luna en pleno esplendor y boleto en mano me fui a la monstruosa  capital de los 22 millones de habitantes.

Las causalidades que siempre me acompañan en la vida hicieron que en el mismo vuelo que Urban vinieran el hermano y la novia de Noe, una amiga que también anda de intercambio en Xalapa. Así que la idea era reunirse en DF con ellos a las 7 de la mañana, que era cuando llegaban. ¡Menudas horas!

Yo llegué un día antes para aclimatarme a la ciudad y andar de bares y pulquerías. Allí fui a parar con Lulú, una amiga que fue nuestra anfitriona en la estancia defeña. Los pelos de punta se me pusieron cuando descubrí que tenemos exactamente la misma edad, ¡apenas nos llevamos minutos o alguna hora de diferencia!

Las pulquerías son lugares típicos mexicanos donde se bebe pulque, una bebida que ya tomaban los aztecas para contactar con los dioses. El sabor es medio ácido y la textura  viscosa y pesada, así que no es apta para todos los paladares. Tras unos titubeos iniciales, mi paladar aprendió a quererlo. 
Entre cervezas y pulques conocimos al Bacho, un artista de los suburbios mexicanos (así se definía él), que tenía la cualidad de querer matarte cuando decías algo que no le gustaba y al instante abrazarte y dar gracias al destino por darle la oportunidad de habernos conocido. ¡Vamos que estaba colgao!

Parece que no, pero el pulque sube, y vaya si lo hace. Lo descubrí a las 6,30 de la mañana, hora en que me levanté para ir a recoger a las visitas, con la cabeza girando en una órbita diferente a la de mi cuerpo. Menos mal que el destino estaba a mi favor y las causalidades no vienen solas. Resulta que el lugar donde teníamos que encontrarnos estaba en la misma calle que la pulquería de la noche anterior. Tanta capital… ¡Si al final  esto es un pueblo!

Así que con mi cruda (así se le llama acá a la resaca) y el jet lag de los viajeros nos fuimos de buena mañana a visitar el Museo de Antropología, un museo inmenso, con cientos de miles de piezas, que no ves bien ni en un día entero. El cansancio nos hizo mella a las tres horas y decidimos abandonar. El problema es que el museo se encuentra en el parque de Chapultepec, el pulmón de la ciudad y considerada la zona verde urbana más grande de Latinoamérica. Y sí, nos perdimos y estuvimos caminando durante dos horas para salir de allí, ya sí hambrientos y reventados. Por cierto, el parque muy bonito jejeje.

Al día siguiente estuvimos turisteando por el centro y por la tarde fuimos con unos amigos de Lulú a Xochimilco, un barrio al sur de la ciudad tatuado de canales navegables por unas embarcaciones con mesas y sillas llamadas trajineras. Cuando me contaron que era como Venecia, yo me imaginé un viaje tranquilo, escuchando acordeones, viendo monumentos, charlando y bla, bla, bla... al parecer me perdí ese capítulo de Callejeros Viajeros porque todos sabían a dónde íbamos, mejor dicho, a qué íbamos. Todos menos yo. Lo descubrí cuando paramos en el supermercado y la gente empezó a comprar cajas y cajas de cervezas, alguna botella de tequila, ron y ¡eran las cuatro de la tarde! Claro nosotros no podíamos ser menos. Una vez en las trajineras alguien sacó un altavoz, enchufó el equipo de música y ya teníamos nuestra rave montada.

Aunque ya llevo más de seis meses aquí, en ese instante el más turista era yo. O sea, que se podía hacer botellón mientras dabas un paseíto por los canales de la ciudad. In Mexico everything is posible! Jajaja. Pero no todo es color de rosa, luego me contaron que las aguas son radiactivas de tanta mierda que acumulan. Si te caes dentro sales con algún brazo de más. Pero el caso es que después la fiesta se alargó y acabamos en casa a las 3 de la mañana.

Ya el domingo y con otra  cruda en la cabeza, nos fuimos a las pirámides de Teotihuacán. Allí ya me encontré con el estereotipo de paisaje de México: cactus, cactus y cactus en un secarral. Estas pirámides son anteriores a la llegada de los aztecas y las rodea mucho misterio, pero poco más. La verdad que después de haber visto Tikal en Guatemala  y paseado por Chiapas, ya es difícil que algo te sorprenda. No pudimos subir a las pirámides, el sol infernal y la fila de más de 500 metros nos echaron para atrás. Mientras decidíamos a dónde ir a comer, me pararon unos chicos y comenzaron a grabarme y hablarme en inglés. Otra vez mis pintas de gringo, la de veces en este año que me ven y me hablan en inglés. Esta vez eran unos estudiantes que tenían que entrevistar a algún extranjero para la escuela. Les dije: ‘No problema’ y me hice pasar por un gringo de California con acentaco español. Qué diría la maestra…

Ya bien cansaditos regresamos a empacar las cosas y por la noche comenzamos la segunda etapa del viaje hacia el Pacífico, concretamente a un pueblito del estado de Nayarit que se llama San Pancho, donde nos esperaba Katia, una amiga que había ido en busca de aventuras y acabó allí rentando una casita y haciendo telares para vender.

12 horas duró el viaje hasta Puerto Vallarta y otras dos más hasta San Pancho, un paseíto comparado con el de Cancún. El pueblo era bien tranquilo y, aunque era turístico, no había edificios gigantescos ni grandes rascacielos, solo casitas, playa, palmeras y un mar que no te dejaba que te descuidaras ni un momento, perfecto para los surfistas. ¡Ah! Y pescadores que regresaban al mediodía con pescadito fresco, limpio y a buen precio. Mmm qué rico estuvo…

Encontramos a Katia en el malecón, con su puesto bien montadito y enseguida nos abrió las puertas de su casa. Cuando fuimos para la playa, vimos que había una especie de pantano que moría en la arena y allí se levantaba un cartel que decía: “Cuidado con los cocodrilos, no acercarse, no alimentarlos, no bañarse.”  ¡Increíble, otra vez cocodrilos en su estado puro! Aunque los rumores en el pueblo decían que las noches anteriores se habían comido algún que otro perro curioso, lo cierto es que los repitilitos salían espantados cuando veían a un puñado de curiosos como yo caminando hacia ellos.

Y esa misma noche me ocurrió la cosa más surrealista de todo el viaje. Todo empezó por la tarde, cuando llegó Natalia, una chica de Zaragoza que estudiaba en Granada y también  estaba en México de intercambio. Llegó a parar a San Pancho a través de un amigo común de Katia y mío. La chica había estado de gira con un grupo flamenco de mexicanos y ahora venía unos días a descansar a la playa. A las dos horas de conocerla fue a recoger la mochila a un bar donde la había dejado y cuando vino nos contó que los músicos les habían fallado y que le habían ofrecido tocar por un par de horas. Le pagaban y le daban la cena, pero nos dijo que nunca se había subido sola a un escenario a cantar a capela. Así que con toda mi jeta le dije que yo me subía con ella a tocar las palmas, la armónica en algún tema menos jondo y los coros en los que me sintiera inspirado. ¡Ah! Y teníamos que cambiar eso de que nos daban de cenar por cervezas y mezcales. ¿Quién necesita cenar para un concierto? Lo que se necesita es que venga el duende jejeje.

Así que a las dos horas de habernos conocido y tras media hora de ensayo dimos el concierto más surrealista de mi corta carrera encima de los escenarios. Flamenco jondo, algunas rumbas y fandangos facilones, bluses, coplas y algún que otro rock resultón fue el repertorio sacado de la chistera. Con la armónica estaba cómodo improvisando, pero con las palmas me sentía un farsante y deseaba que no hubiese españoles entre el público jajaja. Pero la verdad que no sonó nada mal y además de beber y cobrar nos echaron algunas propinas y nos llevamos alguna felicitación. ¡Todo obra de ella, por supuesto!

Y para acabar las vacaciones nos reunimos de nuevo con Noe y dimos un tour por las islas Marietas, un pequeño archipiélago protegido y pobladísimo de vida marina. Allí pudimos bucear y hacer snorkel y ver toda clase de peces, cangrejos y el ejemplar más valioso: el alcatraz patiazul, un ave que está entre el pato y el pingüino y como su nombre indica, tiene las patas azules. La pena fue que no pudimos avistar ninguna ballena, ni delfín ni tortugas; hay que tener la suerte de que pasen por allí en ese momento. Otra vez será.

Y ya de vuelta al DF nos dio algo de tiempo para ver la casa de Frida Kahlo y dar una vueltecita por Coyoacán, pero el viaje ya estaba tocando a su fin. La verdad que la semana cundió mucho pero, tras despedir al Urban, yo aún me permití el lujo de terminar las vacaciones en Jalcomulco, un pueblecito a una hora de Xalapa, donde la Luna brilla todas las noches y los mangos abundan tanto que ya nadie sabe qué hacer con ellos. Pero esa es ya otra historia…

Besitos!!