miércoles, 14 de septiembre de 2011

Ella, él (2ª parte)


Ella. La noche era su única aliada, velaba su corazón el silencio, que detenía momentáneamente la hemorragia  de esas heridas que nunca cicatrizaban. Se había autoproclamado reina de la oscuridad, feudo donde se sentía segura, pero, de repente, sonaba un recuerdo, emitía balbuceos,  algún que otro gemido y rompía a llorar profundamente; su llanto parecía no tener fin. Solo cesaba cuando, agotada y vacía, se adentraba en un profundo sueño. Sus últimos pensamientos retumbaban suavemente como un lejano eco en las cavidades de su cráneo e iban haciéndose más fuertes progresivamente como si se acercaran, como si tomaran forma de persona. Se repetía una y otra vez: “¡Vamos, duérmete ya, no despiertes! No deseo ver otro amanecer.” La consciencia desaparecía dejando paso a la fábrica de ilusiones, el único lugar donde se sentía segura, donde sabía que nada ni nadie podría hacerle daño. 

El sueño era su hábitat, con el tiempo se había convertido en su medio preferido. Si por ella fuera se pasaría la vida durmiendo, hibernaría como los osos polares. Era la dama onírica; invertía los colores, que se tornaban más claros, se deshacía de la mediocridad, de la pesadumbre, allí el mundo se tornaba más fácil, bastaba solo pensar algo para que al instante se cumpliera: una vida perfecta, alguien con quien estar, que la quisiera, que le prepara el baño, que le contara sus secretos más profundos, que la escuchara y la comprendiera, que la aconsejara cuando tuviera dudas, que le sostuviera la sonrisa cuando algún bache le hiciera bajar los ánimos, que la abrazara siempre como si fuera la última vez; algo por lo que sentirse viva.

Pero no todo era perfecto, en el final de cada sueño había algo que siempre se repetía, era como una señal, nunca había querido detenerse en ello, aunque le preocupaba. Prefería pensar que el subconsciente le jugaba malas pasadas. Ella controlaba los sueños, pero esto se escapaba de su control. Aparecía sola, en una habitación sin puertas, sin ventanas. Solo una vela daba algo de luz a la inmensa tiniebla que se cernía. Las paredes eran blancas, suponía, puesto que la luz del fuego pintaba un cromatismo de colores, rojos, naranjas y amarillos. Había palpado hasta el último rincón de la sala, que no era demasiado grande. No había encontrado puertas, ventanas, ningún orificio que le diera contacto al exterior. Solo un sobre, que siempre contenía lo mismo, una cuchilla. Nada más. Esperaba alguna vez encontrar una nota o alguna señal que le hiciera saber donde se encontraba, como podía salir de allí. Más de una vez le había revoloteado la idea del suicidio, pero no se sentía tan valiente como para hacerlo, ni tan cobarde como para no seguir adelante. Simplemente seguía. Al final se quedaba sentada en una esquina de esa oscura sala, no sintiendo nada, no pensando, esperando a que se consumiera la llama. Una vez expirado el fuego, dormía. 

Abría los ojos empapada en sudor, sentía nauseas. Como cada vez que despertaba, los gusanos verdes seguían consumiendo su estómago. No sabía qué hora era ni el tiempo que llevaba durmiendo, pero el hilo de luz que penetraba por su ventana le auguraba un nuevo día. Corría despavorida hacia el lavabo. Resonaban estruendos.

Se conocieron, como muchos otros, gracias a las nuevas tecnologías, mediante cables, pantallas, teclados y a cientos de kilómetros uno del otro. Habitaba en ellos la esperanza de poder hablar con alguien, la necesidad de desnudarse, de mostrar sus aflicciones, aunque fuera ante completos desconocidos. No importaba, podían deshacerse el uno del otro con tan solo apretar un botón. Era su seguridad, su as en la manga. Convertirse en el mejor amigo de un desconocido por una noche, alquilar su diálogo, su comprensión, hacer palpable la necesidad de socializarse. Sentirse un poquito mejor, como todos aquellos que van al psicólogo y cuyo único problema es la necesidad de atención. Ése era su objetivo. Pero su encuentro fue algo más que un simple intercambio de palabras, se entendieron, conectaron. 


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