martes, 13 de septiembre de 2011

Ella, él (1ª parte)


Ella vivía sola en una burbuja de cristal, con vistas a ninguna parte, ventanas cerradas, puertas selladas, solo la pulcritud y perfección de su pompa de jabón aliviaba su malestar, a la vez que la desquiciaba. Había decidido vivir en soledad, en los libros, en la reflexión, pero ese hastío le partía el alma. Solo le hacía falta un olor, un sabor o una imagen para desatar la tempestad; primero unos leves escalofríos que le recorrían por el cuerpo, luego un nudo en la garganta que la ahogaba, balbuceos, gemidos, y un mar de lágrimas para hacer retorcerse a los gusanos verdes que vivían en su estomago, que lo arañaban y rasgaban hasta el momento en el que sentía angustia y vomitaba. Era extenuante. La magnitud de su sufrimiento era tal que se había transformado en una actividad psicosomática. No quería sufrir por nadie, pero necesitaba alguien para sufrir.  Era un círculo vicioso, una espiral sin salida.

Él asomaba ante sus ojos carámbanos de hielo, donde se podía intuir el invierno en su interior. Vivía apostado en la era glacial, no existía rayo de luz que le iluminara, gota de calor que hiciera sus pelos erizar. La palidez de su rostro denotaba las horas de oscuridad frente a una pantalla o tumbado en la cama dejándose llevar por sus pensamientos. Comenzaba con cualquier cosa con la que distraerse, pero siempre llegaba al mismo final: las malas elecciones, los traspiés o las oportunidades que dejó pasar repiqueteaban en su cabeza como un leve zumbido que se extendía posteriormente hasta el cuello en forma de dolor. Se intensificaba y recorría todo el cuerpo, comenzaba a sentirse mal.  Arrepentido, esperaba alguna redención divina, una segunda oportunidad, pero nunca creyó en los inventos del hombre. Sabía que no era posible y su malestar se acentuaba. Finalmente, como imagen premonitoria, se erigía ante el una muralla en el kilometro cuarenta, de tamaño abismal. Se dibujaba en ella una señal de prohibido el paso, el fin del camino. Le quedaba poco tiempo. Nunca persiguió nada y eso le mataba, podía haber sido cualquier cosa, pero nunca había tenido las fuerzas suficientes para lograrlo. Lo sabía y se le clavaban millones de alfileres cada vez que lo pensaba, uno por cada error, cada equivocación, cada gesto, cada palabra inadecuada. Era demasiado. Exhausto, solo le quedaba algo de aliento para caer dormido.

Ella, pobre azucena infortunada, cansada de perder, se había convertido en un alma solitaria, una oveja descarriada, un pobre corderito inadaptado en un mundo de lobos. Carente de colmillos, la vida se había ensañado mostrándole su peor cara, mordiéndola sin cesar, masticándola y engulléndola una y otra vez, dejándola sin fuerzas para continuar.  Se sentía insegura, nunca había visto un camino a seguir, simplemente seguía el devenir de los días. Desganada, solo se dejaba llevar por la corriente que nos transporta. Se decía a sí misma: “¡Pero siempre hay un camino! ¡Todo tiene un camino! ¡Todos lo tienen! ¿Porque yo no? ¿Qué me hace diferente al resto?” Su vacío crecía y crecía.

Él estaba harto de apostar. A sus treinta y tantos, nada le hacía sentir cómodo, los desafíos le aterraban, no era capaz de sostener una mirada, aun simpática. Cada vez que lo hizo había sentido su ser resquebrajarse, descomponerse en miles de pedacitos. Era muy frágil y decidió que a partir de ese momento  en adelante la guardaría con cautela. Solo regalaría su mirada a las personas en las que tuviera plena confianza, una relación de complicidad. Nadie.  


1 comentario:

  1. Me ha encantado esta parte: "Ella, pobre azucena infortunada, cansada de perder..."
    Ya te digo que estamos creando una generación!

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