jueves, 28 de julio de 2011

Honrado por capullo

Abro los ojos. Son las ocho  y cuarto de la mañana de un lunes gélido. Es Febrero, la casa es tan húmeda que las plantas sobreviven sin necesidad de ser regadas. El frío se introduce por todos los recovecos de la piel y paraliza los huesos. Hoy toca examen, pero eso no impide que dé otra vueltecita por las sábanas.  

Abro los ojos, ¡mierda! Las nueve menos cuarto. Quince minutos para plantar mi culo en clase. Otro día más toca encenderse un cohete y salir escopeteao (como dice mi abuela) sin acudir a resolver las necesidades higiénicas, bien recomendadas por nueve de cada diez boticarios.

Está lloviendo y con las prisas no cogí el paraguas, pero no hay tiempo de volver hacia atrás. Arranco a paso galope y tiro dando brincos esquivando los charcos. Comienzo a darle vueltas al examen. Era extraño, estábamos allí citados y no había materia que estudiar. Supongo que  habría que poner en práctica nuestras dotes creativas desollándonos los sesos, escarbando entre los pocos conocimientos que tuviésemos de la materia.  La asignatura era una especie de introducción a la grabación multicámara en plató.

Llego a clase y me siento. No saludo a nadie porque no me gusta mentir, no doy los buenos días cuando no lo son. Soy bastante antisocial cuando se me saca así de la cama. Cuñas afiladas me aprietan la sien, oír me duele. A pesar de eso me percato de que el ambiente no es especialmente tenso. Empiezo a pensar que quizá todo el mundo tenga los apuntes y sea yo el único capullo que no se ha enterado. Hago memoria y me doy cuenta que no fui mucho a clase, sobre todo a las que eran a primera hora de la mañana.

Entre tanta cavilación el profesor asoma por la puerta y se hace el silencio. Sepulcral. Ya no tiene remedio, lo que sea tendrá que ser. El tío coge una tiza, dibuja tres cuadros en la pizarra y dice: “Quiero que en la primera casilla me pongáis la nota que creéis que merecéis, en la segunda casilla la nota que merecéis dentro del grupo y en la tercera, en el caso de que hubiera ahora un hipotético examen (aquí nos la mete doblada, pensé yo),  la nota que sacaríais.”

Silencio. Diez segundos, veinte, treinta, cuarenta… No dijo nada más. ¿Ya está? ¿Eso es un examen? ¿Para eso me sacan de la cama? Menuda manera de tocar las pelotas. 

Al rato suelta: “Las calificaciones que os pongáis no serán luego las que figuren en la nota definitiva”. ¡Ya está, al fin y al cabo no va a ser tan estúpida la prueba! Va a ir más allá de lo que parece y va a invocar a nuestra capacidad de valoración crítica personal, tanto en el trabajo individual como en el colectivo. Será una prueba a nuestra honestidad, un examen a nosotros mismos, una estrategia digna de los educadores más progresistas. O quizá simplemente se haya marcado un farol para que no nos coronemos todos con dieces y  apelemos a la ética forzosamente. 

Yo, siempre tan moralista, y con cierta vocación hacia la enseñanza, no podía fallarme a mí mismo. Opto por autoevaluarme concienzudamente. En la primera casilla anoto un 6, por mis repetidas faltas de asistencia. En los trabajos en equipo siempre había colaborado bastante, decido ponerme un 8. Finalmente, el hipotético examen. ¿Qué coño sé lo que voy a sacar si no se ni lo que me va a preguntar?  En ese momento no sé nada, se me ha nublado la mente. Me pongo un 5. Definitivamente no se debe hacer madrugar a uno, ¡qué gilipollas! 

Salí de la universidad con el pecho bien alto, había obrado según mi conciencia y ya podía retornar a la cama tranquilo. Pero algo me olía a chamusquina, ¿qué habrían hecho los demás compañeros? ¿Ser coherentes consigo mismos o plantarse un diez tras otro? ¿Tanta cara tendrían? Además, si eso pasara, el profesor sabría que estaban mintiendo, ¿no?

La respuesta la encontré a la semana siguiente, cuando me acerqué al tablón de notas: 10, 10, 9, 9, 9, 8, 9, 10, 6… ¡Anda!  ¡Pero si es la mía! Seguí mirando y la retahíla de notas se repartía entre el 9 y el 10. Solo hubo un 6 más, era de una chica Erasmus que no había ido al examen.

Me sentí como incauto, con unos valores pasado de moda. Y ahora mi expediente dice que soy el más mediocre de la clase. No es una cosa que realmente me importe, pero adquiere vital importancia cuando hay que pedir alguna beca o el acceso a algún máster, carrera, curso, etc. ¿Los compañeros? No creo que todos sean alumnos estrella, es muy fácil vender tu alma al diablo. La humildad no es un valor que prepondere en nuestros tiempos. 

En ese momento, además de darte cuenta de lo tonto se puede llegar a ser por seguir las propias convicciones, también comienzas  a hacerte una idea de lo podrida que está la universidad, al menos en mi carrera, de cómo las notas están infladas y lo difícil que es luego competir con esos  súper-expedientes. Ves cómo los profesores desmerecen esa calificación, cómo se agarran a su silla sin ejercer su profesión. A lo largo de la carrera me he encontrado con varios tipejos de este calibre, unos más, otros menos inútiles, que devalúan la calidad de la enseñanza y de la universidad en general. No pasa nada, ya han inventado los Máster para sacarnos los cuartos. Pero eso ya para otro día. 

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