domingo, 9 de noviembre de 2014

El maestro aprendiz



Según El Príncipe de Maquiavelo: un rey debe ser amado y odiado, pero puestos a elegir entre una de las dos, es preferible que sea odiado antes que sea solo amado. Con esta idea entraba yo a mi primer día de clase con segundo. No lo voy a negar, uno está nervioso y a veces el miedo, si llegar a dominar la situación, hace cometer errores.

Da igual la parte del mundo: en estas edades, cuando entra un profesor nuevo, los alumnos tratan de tantear sus límites para ver hasta dónde pueden estirar la cuerda de la rebeldía. Ya había advertido este detalle comentando con otros maestros. Además, como no hace tanto tiempo que fui alumno, mi memoria sigue fresca y trato de comparar mi YO estudiante con mi nuevo YO maestro. ¡Qué controversia y sentimientos encontrados!

Antes de tener a mi cargo los tres cursos de inglés, durante mi etapa de adaptación, me había mostrado como un actor secundario cómico, alguien afable con el que entablar una pequeña conversación o reírse con alguna broma. Pero ahora debía mostrar otra faceta, sin dejar de ser la misma persona. Por eso, sin dejar de ser simpático me disfracé de duro e intransigente para poner desde un principio el listón alto. He de reconocerlo, más por miedo a perder la autoridad que por convicción o forma de ser. Pero la autoridad no se tiene, sino que los alumnos han de entregarla, mediante el  odio, el amor o ambas.

      -      Good afternoon pupils!
      -     Good afternoon teacher! – contestan los alumnos, pero dos de ellos siguen entre risas burlándose  de mi pronunciación, no por ser mala, sino más bien lo contrario.

    
Entretanto uno de ellos llega con retraso y les advierto que no les voy a permitir llegar tarde, el que lo haga tarde tendrá que copiar. Tras decir esto, siento que estoy demasiado a la defensiva, me tengo que relajar. Me huelo el miedo.

Mientras escribo en la pizarra continúan los dos con las risas. Ahora entiendo que su reacción no era más que el tanteo de mis límites y la novedad de asistir a una clase interactiva. Pero en ese momento entendí que solo era un desafío a mi persona. Así que, tras un par de advertencias los pongo a copiar en un rincón.

Sentía que la situación era rara porque uno de ellos me había mostrado mucho interés por el inglés desde el día que llegué, haciéndome preguntas y tratando de aprender de forma extraoficial. El otro debía de ser el ‘gracioso’ de la clase. La fórmula de copiar no funcionó y como ya no sabía qué más hacer opté por llamar al director y cortar por lo sano cualquier tipo de insurrección. Aunque fuera el primer día, no quería que el problema fuera un quiste para ir creciendo con el tiempo.  Funcionó a la perfección.

Ese día la clase fue todo lo contrario a lo que había planeado: aburrido, un completo cementerio. Yo dictando y ellos copiando. Se me habían quitado las ganas de interactuar. Pensé: "Ahora ya me ‘odian’, solo queda que me amen". Comprendí entonces que es necesario el conflicto para corregir la actitud, pero que también debería corregir la mía, ser más positivo y tratar de seguir un poco el juego, si la clase tenía que ser interactiva había que soltar más la cuerda para que se sintieran más cómodos, tratando de hacer que ellos mismos marcaran el límite con la mínima advertencia. En cuanto a este alumno, le comentaba al director:

-          No lo entiendo porque antes de comenzar a dar clases se mostraba muy interesado y de repente se pone en este plan.
-          No te preocupes, a mí me pasó lo mismo al principio. Solo te ponen a prueba. Además, este patojo lleva un año difícil, mataron a su papá y a su hermano y se tuvieron que mudar de comunidad.Turbio asunto.  

      De nuevo me calló ese silencio tan incómodo de no saber qué decir. Tras un rato reaccioné.  -¡Normal que tenga algún problema de conducta! – pensé, -¡entonces lo que hace es poco!

Entonces cambié la forma de actuar con él. Debía acercarme con el cariño con el que hay que acercarse a un adolescente, sin que se dé cuenta, pero que lo marquen los pequeños detalles; luego ya hacerle comprender, pero sin castigar. A los pocos días reconoció su error, me pidió disculpas y a día de hoy tiene el gusto de compartir la mejor calificación de la clase.
Seguí mi intuición y el curso se desarrolló a la perfección. Poco a poco superaron su vergüenza y trataron de interactuar un poco más. Incluso me atreví a llevarles el  ‘Knockin’ on heaven’s door’ de Bob Dylan, guitarra en mano. Les encantó. 

No me ha hecho falta ser odiado de nuevo porque me entregaron su confianza, fui más condescendiente y ellos supieron interpretar los contextos. El ‘gracioso’ también sacó buena calificación y conseguí motivar a casi todos ellos. Creo que yo también aprendí mucho y saqué buena calificación.

 

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