domingo, 18 de septiembre de 2011

Ella, él (Última parte)


Ella había vivido demasiado tiempo postrada en el dolor, y, sin darse cuenta, y a pesar de los esfuerzos, poco a poco volvió a su rutina: pasarse los días dormitando y las noches inundando cada habitación por donde pasaba. Él, aunque la veía sufrir, no reaccionaba, permanecía en la distancia. A veces pensaba en abrazarla, imaginaba que se acercaba, la rodeaba con sus brazos y lloraba con ella mientras le susurraba al oído todo lo que la quería. Más tarde, se daba cuenta que no podía moverse, sus manos temblaban y se llenaba de rabia, se repudiaba sí mismo y se hundía un poco más. Los sueños volvieron a  la vida de ella, y con ellos, sus pesadillas. 

Cada día se calcaba lo mismo: la habitación sin salida, la vela encendida, el ambiente tenebroso y el maldito sobre cerrado. Siempre deseaba encontrar otra cosa que no fuera una cuchilla, pero nunca cambiaba el contenido. Esperaba sentada, con la cabeza hundida entre sus rodillas a que la vela se apagara. Lloraba. Cuando se despertaba, sentía que se quería morir, se revolvía en la cama como si intentase escapar, se desataba la tempestad, un profundo dolor inundaba sus entrañabas, sollozaba, gritaba y corría despavorida hacia el lavabo. Vomitaba. Mientras, él seguía durmiendo como si nada pasase a su alrededor, aunque no dejaba de pensar en ello. La estaba viendo consumirse y no hacía nada al respecto. Se desesperaba.

Una noche abrió los ojos, se encontraba sentada en una de las paredes ocres de la habitación. La vela iluminaba su silueta, que se alzaba sobre la pared como una sombra monstruosa. Levantó la cabeza, que estaba escondida entre sus rodillas. Se palpó sus mejillas y notó que aún estaban húmedas.  Inspeccionó cada centímetro de la sala y halló lo mismo de siempre, ninguna salida. El sobre permanecía junto a la vela. Lo abrió como cualquier otra vez, introdujo las manos dentro y encontró un objeto frío. Lo extrajo y vio que era la misma cuchilla de siempre. La apretó entre una de sus manos. Resignada, lanzó el sobre hacia el otro extremo de la habitación y vio caer un papel. No salió de su asombro, ¡un papel! ¿Siempre habría estado ahí y no se habría dado cuenta? ¿Habría sido tan estúpida? ¿O quizá era lo que había estado esperando todo este tiempo? Seguro que allí estaba la respuesta a todas sus preguntas. No tardó en dejar de pensar y se lanzó a por la nota deseosa de saciar su curiosidad.

“Hazme arder de placer”. Era todo lo que estaba escrito en el papel. Había observado cada milímetro, lo había intentado quemar  para ver si existía algún mensaje cifrado; revisó el interior del sobre con detenimiento, cada esquina, lo puso al trasluz, pero nada. Solo encontró esa frase. ¿Qué podía significar? ¿Le habría mandado él el mensaje a través de sus sueños? ¿Le estaría traicionando su subconsciente? Respiró hondo y apartó de su mente todas las conjeturas. No lo pensó demasiado. Estaba decidida a actuar, acabar de una vez con el sufrimiento. Agarró con fuerza la cuchilla que permanecía a su lado, la hundió lo más fuerte que pudo en una de sus muñecas y fue abriendo un surco a lo largo de su brazo. Manantiales de sangre comenzaron a brotar por las cavidades de la herida. Luego, repitió el proceso con el otro brazo y, finalmente, acabó dibujando una línea en su cuello. Con el último corte, apenas tenía fuerzas para respirar. Cayó inconsciente. 

Abrió los ojos y estaba tumbada en la cama, relajada con una ligera sensación de placer. Hacía tiempo que no se había despertado así; recordó cuando era niña, cuando mamá la despertaba entre besos y cosquillas y se intentaba zafar de sus cariñosos ataques. La vida era un camino virgen aún por descubrir. Pensaba en toda la gente que había perdido, en papá, mamá, aquel accidente que se los llevó de repente; la abuela, que la vio crecer y hacerse toda una mujer, que la llevaba a pasear y a jugar aquellas magníficas tardes de verano por el campo y le enseñaba el nombre de cada planta, cada insecto. Gracias a ella aprendió a amar a la naturaleza. 

Pensaba en  todos aquellos que la habían utilizado, que habían hecho de su corazón un juguete, un producto de usar y tirar. Siempre se ilusionó demasiado, siempre dio demasiado sin esperar recibir nada, y nunca lo recibió. No sentía náuseas, no notaba a los gusanos verdes rasgando su interior, no sentía ningún dolor, pero se notaba cansada. Todo parecía normal, y entonces se dio cuenta de que algo no iba bien. Alzó la cabeza y vio las sábanas inundadas en sangre. Comenzó a sentir que se estaba marchitando su vida, le costaba respirar. Sentía la sangre fluyendo por sus venas saliendo al exterior en cada pulsación de su corazón caduco. Sintió que le costaba moverse, que su cuerpo comenzaba a pesar demasiado, las fuerzas se le estaban apagando. Giró el cuello hacia el costado derecho y lo vio a él, dormido, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo. Se abrazó a él con fuerza y cerró los ojos. Se sumergió en un profundo sueño.

Él dormía y notó unos brazos que le rodeaban y se aferraban a él. De repente, comenzó a sentir un calor que le quemaba, creyó que ardía. Miles de ondas de fuego escapaban por cada poro de su piel. Nunca tanto calor había corrido por su cuerpo. El corazón comenzó a latirle a ritmos desmesurados, parecía como si se le fuera a salir del pecho. Sudaba. Nunca había sudado. Estaba nervioso, no sabía que estaba ocurriendo. Entonces vio los ríos de sangre que manaban de las muñecas de ella. La sangre era como lava de un volcán para él. No tardó en comprender lo que estaba ocurriendo. Sintió que se alejaba y decidió irse con ella. La besó y le susurró al oído todo lo que la amaba. Lágrimas rojas brotaron de sus ojos mientras su piel se consumía y crepitaba al contacto con el bello; él, que nunca había llorado. La sintió como nunca lo había hecho antes, como aquella noche en que se conocieron.

Volaron cientos de tiras de seda formando lazos, llovieron centenares de rosas dibujando la silueta de los dos cuerpos abrazados, sonaba una dulce melodía de violines. Extinguiéndose, disfrutando del momento como nunca, los dos mundos paralelos se fundieron entre los delirios de un amor letal. Se sintieron el uno al otro tan profundamente que eran un ser. En el último aliento, ella expiró una mariposa que salió volando hacia el exterior. El fruto del dolor se había esfumado. Podía descansar en paz. El último instante, de sus vidas, el que les condujo a lo infinito, lo eterno, fue de felicidad.



viernes, 16 de septiembre de 2011

Ella, él (4ª parte)


De esta forma, comenzaron a amarse dos náufragos en islas paralelas, expectantes por ver si de una vez por todas liquidaban su sufrimiento, se quitaban el punzón de la tristeza, equilibraban la balanza de la justicia y ajustaban cuentas con el dolor que tanto les había perseguido a lo largo de sus vidas sin motivo alguno. Tan solo querían respirar aire fresco que secara sus heridas, que limpiara todos los malos momentos. Solo querían emocionarse, llenarse de alegría, reír sin saber por qué, esa sensación que todo ser humano persigue, o al menos desea, la felicidad.

Pero no se repetiría otra noche como aquella, con esa fuerza, esa pasión, esas ganas de devorar, de adentrarse el uno en el otro, abrazándose hasta exprimir el alma, sintiéndose cerca, sintiéndose dos seres en uno, dos mundos en uno, un objetivo, un futuro, la chispa que encendiera el camino, algo por lo que vivir, por lo que luchar, el sentido de su existencia. No, no se repetiría otra noche como aquella.

Pasaron rápidamente las semanas y se vino la primavera, que trajo consigo el verano y el calor asfixiante que suele cernirse sobre muchas ciudades. Paralelamente, el frío se había adueñado de la casa de ella, donde se habían mudado. La chispa se había apagado, el calor se estaba evaporando. Llevaban meses viviendo de resquicios, de las cenizas de aquella noche. La rutina se había hecho su sitio en la casa y ninguno sabía cómo echarla de allí. La convivencia estaba haciendo añicos la ilusión. Con el tiempo se habían distanciado, parecía como si continuaran viviendo solos, aun compartiendo desayunos, comidas, cenas y cama.

Sabían que querían amar, y se habían elegido mutuamente para ello. Lo que no sabían que es que se amaban desde una tristeza y soledad muy profundas. Eran dos almas solitarias amándose en mundos paralelos que nunca se iban a entrelazar. Querían disimularlo, pero comenzaba a hacerse demasiado evidente. Cuando la pesadumbre está tan arraigada a uno mismo, cuando los polos son tan parejos, cuando uno no sabe ni levantarse el ánimo a sí mismo es difícil sacar a ambos adelante.

Él había comenzado a trabajar en nuevos proyectos, ilusionantes, eso le decía cada uno de sus compañeros. Tenía una gran inteligencia acompañada de un talento innato. Podría ser un genio, pero necesitaba crear obras maestras, o, al menos, finalizar cada una de las que empezó. Ella se lo repetía y él se sentía bien. Empezó con muchas ganas a trabajar, dejándose la vida ello, con la vitalidad de un chiquillo. Pero se atascaba fácilmente, cada pequeño contratiempo se le hacía un obstáculo insalvable. Se enrabietaba, venían malos pensamientos a su cabeza y retornaban los viejos fantasmas. En pocas semanas volvió a tener la mirada perdida, las palabras de ella ya no hacían efecto, le había vuelto a pasar, no era capaz de mirarla, desconocía por qué. Muchas veces quería hacerlo, pero no podía, algo en su interior le impedía mostrarse, decirle apenas unas bonitas palabras. Quizá ella valía demasiado y no le merecía, quizá en realidad no la amaba, quizá su vacío era demasiado grande como para amar a alguien. Se ahogaba en sus cavilaciones y se iba hundiendo un poco más. Pero permanecía impertérrito ante cualquier situación. Él sabía que ella era la única persona a la que podía amar, pero no era capaz de hacer una mueca, un simple gesto con el que demostrarle algo de afecto. 

Ella decidió al principio tirar del carro, sacaría fuerzas de donde fuera con tal de no volver a perderse, con tal de no volver a estar sola. Resistiría todos los desplantes, aunque el dolor que le propiciaba cada uno de ellos fuera como puñales atravesándole el pecho, partiéndole el alma. Pero debía continuar, se lo prometió a sí misma, lo necesitaba. Le amaba con todas sus fuerzas, quería hacerlo, lo decía cada una de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas día tras día. Se lo repetía a sí misma cada vez que le miraba y no veía nada; un profundo vacío rodeaba a su ser y parecía no tener fondo.  Prefería pensar que esa era su forma de querer, eso la tranquilizaba, aunque solo por momentos. Pero los esfuerzos le comenzaban a pasar factura, poco a poco volvió a sentir pinchazos en su estómago, los gusanos verdes estaban despertando.



jueves, 15 de septiembre de 2011

Ella, él (3ª parte)


A partir de ahí todas las noches se citaban en un chat como el que queda para tomar café. Sus soledades comenzaron a congeniar, se entrelazaron, hablaban de todo, del mundo, de sus aficiones, sus intimidades y, por momentos, olvidaban todo a su alrededor. Se entendían, cada palabra, cada guiño, propiciaba una sonrisa, el sentimiento de ser comprendido y querido por alguien.  

Ella confiaba en no ilusionarse demasiado, aunque no podía evitar sentir un cosquilleo que le recorría por todo el cuerpo, pero esta vez no terminaba en un nudo en la garganta. En poco tiempo los gusanos verdes desaparecieron, pensó que al fin se habían dormido, que en poco tiempo se convertirían en mariposas. Ya no deseaba pasarse los días durmiendo, tenía algo por lo que mantenerse despierta, esperando a ver su nombre entre el racimo de tantos otros en la pantalla. Pasaba el día pensando en él, pensando en lo maravilloso que sería el mundo con él. Se imaginaba despertando cada amanecer a su lado, preparándole el desayuno, amándole como nadie. “¡Basta!”, pensaba al momento. Sentía miedo, luchaba por alejar esos pensamientos, sabía que podían hacerle mucho daño, pero venían en oleadas de aire fresco que se llevaban de un plumazo las pesadillas y los malditos gusanos que cada día consumían un poco más sus fuerzas. Eran felices, le relajaban. 

Cerraba los ojos y se dejaba llevar: los atardeceres paseando por el parque cogidos de la mano sintiendo los olores de la primavera, el chasquido de las hojas en otoño, la complicidad de una mirada, pequeñuelos correteando por la casa… Su silla daba vueltas por la habitación y ella giraba y giraba con los brazos extendidos. Sonreía. El mundo era maravilloso. 

Él recordaba constantemente la primera vez que habló con ella. Sin saber cómo, aquella noche millones de hormigas cosquillearon sus pelos hasta hacerlos erizar. ¡Había sentido un escalofrío! El primero en mucho tiempo. Apenas recordaba cómo era, por eso instantes después sintió miedo y duda. Pero quería repetir esa sensación, era placentera. Por eso se citaba con ella. Se veía cómodo hablando con ella, contándole sus pensamientos, sus secretos, sus errores, cuando tiró todo por la borda por falta de fuerzas. Le gustaba que ella le animara, que le dijera que valía mucho, que debía demostrárselo a sí mismo. Sin darse cuenta, o, más bien, sin querer darse, poco a poco había ido dejando fluir los sentimientos, había comenzado a derretirse la caja fuerte que mantenía a salvo su corazón. 

Nunca se habían visto, tocado ni olido. No les importaba tanto el otro como la sensación de ser querido por alguien, tener algo a que aferrarse, un nido de esperanza, pero los sentimientos eran tan fuertes que se decidieron a dar el paso: “¡Sácame del abismo de mi soledad!”, gritó ella. “¡Quémame, hazme arder de placer!”, gritó él.

Se conocieron por primera vez en una ciudad a mitad de camino entre el amor y el olvido. Él la miró a los ojos, las puertas del alma, no le costó tanto esfuerzo como pensaba. Los días anteriores había estado imaginando como sería ese momento: los nervios actuarían en su contra, le recorrerían el cuerpo como la erupción de un volcán y no la podría mirar, ella le rechazaría y todo volvería a ser como antes, el frío polar volvería a helar su corazón. Siempre tendía a pensar así, pero esta vez se equivocó. Se alegró. En lugar de eso, vio en ella una mirada sincera, expectante, con nervios, acompañada de una sonrisa de complicidad que supo corresponder. A partir de ese momento decidió que entregaría su mirada a ella. 

Era una noche de invierno, fría como nunca se había recordado en el lugar, pero ellos ardieron en una habitación de hotel, de la que hicieron su palacio, su escondite, su lugar aparte; ausentes de todo, el mundo se condensaba en esos pocos metros cuadrados. No necesitaban más para sentirse plenos, en un estado máximo. Sintieron cada caricia, cada beso, cada abrazo como nunca antes lo habían hecho. El vapor se hacía visible por las ventanas iluminadas intermitentemente por la tenue luz que desprendían las llamas de un candil en forma de araña. Parecía como si hubieran nacido en ese mismo momento, como si siempre se hubieran conocido, como si se hubieran necesitado pese a no saberse el uno del otro. Exprimiendo sus abrazos, mirándose profundamente, actuando por momentos como animales desbocados, pero con una sutil dulzura. Sin decirse una sola palabra sellaron su alianza. Nada ni nadie les volvería a separar. 



miércoles, 14 de septiembre de 2011

Ella, él (2ª parte)


Ella. La noche era su única aliada, velaba su corazón el silencio, que detenía momentáneamente la hemorragia  de esas heridas que nunca cicatrizaban. Se había autoproclamado reina de la oscuridad, feudo donde se sentía segura, pero, de repente, sonaba un recuerdo, emitía balbuceos,  algún que otro gemido y rompía a llorar profundamente; su llanto parecía no tener fin. Solo cesaba cuando, agotada y vacía, se adentraba en un profundo sueño. Sus últimos pensamientos retumbaban suavemente como un lejano eco en las cavidades de su cráneo e iban haciéndose más fuertes progresivamente como si se acercaran, como si tomaran forma de persona. Se repetía una y otra vez: “¡Vamos, duérmete ya, no despiertes! No deseo ver otro amanecer.” La consciencia desaparecía dejando paso a la fábrica de ilusiones, el único lugar donde se sentía segura, donde sabía que nada ni nadie podría hacerle daño. 

El sueño era su hábitat, con el tiempo se había convertido en su medio preferido. Si por ella fuera se pasaría la vida durmiendo, hibernaría como los osos polares. Era la dama onírica; invertía los colores, que se tornaban más claros, se deshacía de la mediocridad, de la pesadumbre, allí el mundo se tornaba más fácil, bastaba solo pensar algo para que al instante se cumpliera: una vida perfecta, alguien con quien estar, que la quisiera, que le prepara el baño, que le contara sus secretos más profundos, que la escuchara y la comprendiera, que la aconsejara cuando tuviera dudas, que le sostuviera la sonrisa cuando algún bache le hiciera bajar los ánimos, que la abrazara siempre como si fuera la última vez; algo por lo que sentirse viva.

Pero no todo era perfecto, en el final de cada sueño había algo que siempre se repetía, era como una señal, nunca había querido detenerse en ello, aunque le preocupaba. Prefería pensar que el subconsciente le jugaba malas pasadas. Ella controlaba los sueños, pero esto se escapaba de su control. Aparecía sola, en una habitación sin puertas, sin ventanas. Solo una vela daba algo de luz a la inmensa tiniebla que se cernía. Las paredes eran blancas, suponía, puesto que la luz del fuego pintaba un cromatismo de colores, rojos, naranjas y amarillos. Había palpado hasta el último rincón de la sala, que no era demasiado grande. No había encontrado puertas, ventanas, ningún orificio que le diera contacto al exterior. Solo un sobre, que siempre contenía lo mismo, una cuchilla. Nada más. Esperaba alguna vez encontrar una nota o alguna señal que le hiciera saber donde se encontraba, como podía salir de allí. Más de una vez le había revoloteado la idea del suicidio, pero no se sentía tan valiente como para hacerlo, ni tan cobarde como para no seguir adelante. Simplemente seguía. Al final se quedaba sentada en una esquina de esa oscura sala, no sintiendo nada, no pensando, esperando a que se consumiera la llama. Una vez expirado el fuego, dormía. 

Abría los ojos empapada en sudor, sentía nauseas. Como cada vez que despertaba, los gusanos verdes seguían consumiendo su estómago. No sabía qué hora era ni el tiempo que llevaba durmiendo, pero el hilo de luz que penetraba por su ventana le auguraba un nuevo día. Corría despavorida hacia el lavabo. Resonaban estruendos.

Se conocieron, como muchos otros, gracias a las nuevas tecnologías, mediante cables, pantallas, teclados y a cientos de kilómetros uno del otro. Habitaba en ellos la esperanza de poder hablar con alguien, la necesidad de desnudarse, de mostrar sus aflicciones, aunque fuera ante completos desconocidos. No importaba, podían deshacerse el uno del otro con tan solo apretar un botón. Era su seguridad, su as en la manga. Convertirse en el mejor amigo de un desconocido por una noche, alquilar su diálogo, su comprensión, hacer palpable la necesidad de socializarse. Sentirse un poquito mejor, como todos aquellos que van al psicólogo y cuyo único problema es la necesidad de atención. Ése era su objetivo. Pero su encuentro fue algo más que un simple intercambio de palabras, se entendieron, conectaron.