miércoles, 22 de octubre de 2014

La religión en Guatemala en 4 relatos


En Guatemala la omnipresencia de Dios se siente con fuerza en las casas, en los saludos, las despedidas, los letreros, la oración de las mañanas, incluso en los carros y autobuses existe una moda maxi tuning de colocar exultantes rótulos con letras de fuego como si de un grupo de heavy metal se tratase en las que se pueden leer frases como ‘Jehová es mi pastor’, ‘El todopoderoso me protege’ o ‘Jesús es mi único Dios’. Adentro de los buses se escucha el dogma a ritmo de cumbia y bachata con estribillos como ‘El todopoderoso viene de Israel’.

La omnipresencia es fuerte, sí,  aunque la omnipotencia brille por su ausencia. Mientras tanto, los pobres se quedan con el consuelo de haberse ganado ya el cielo y lo de mejorar sus condiciones, será si y solo si Dios quiere.



¿A qué religión le va?

-      ¿Y usted a qué religión le va? – me pregunta de forma natural una señora que roza los sesenta años, evangelista radical, madre de trece hijos, entre ellos una alumna a la que estoy visitando, como si me preguntara si soy del Barça o del Madrid.
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Yo, sin saber muy bien cómo salir de la encrucijada, sin querer ofender y tratando de ser honesto conmigo mismo, sigo degustando el plato de caldo de pollo a modo de pausa dramática, a la luz de una candela, bajo una tormenta de alfileres de agua, solo protegidos por un tejadito de chapa sostenido por unas vigas de madera y algunas tablas que cubren intermitentemente lo que debía ser una pared.
-      Mire… - le digo clavando los ojos en sus oscuras pupilas y tratando de ganar un poco más de tiempo - le voy a contar la historia de mi abuelita. Sin importar si cierto o falso, en una argucia diplomática le explico de forma exagerada cómo mi abuelita había sido testigo de Jehová, católica, cristiana, mormona, del Opus y todas las escisiones sectarias posibles habidas y por haber, cómo había tratado de inculcar la fe ciega a sus hijos de forma autoritaria y cómo mi pobre mamá se declaró en rebeldía, rebeldía que yo heredé y por eso no practico religión alguna.
-      Claro, si es que Dios solo ha de haber uno… - me contesta la pobre mujer, justificando así su evangelismo. – Por eso los evangelistas no adoramos ídolos, solo a Dios. – La mujer, que vive en la falda de la montaña, sin luz, ni agua corriente,  dedica cuatro o cinco tardes a la semana a ir unas tres horas a la iglesia a cantar y a hacer culto, por las noches lee la Biblia y algunas veces suben a la montaña a hacer ritos y oraciones.
-      Claro…. – le afirmo en un intento de zanjar la conversación. La táctica funciona a la perfección. Entonces pienso en plantearle la duda de la existencia de su creador, pero rechazo la idea al instante; sorteado ya el obstáculo, no creo que sea bueno crear más, entrando en un debate que no va a llegar a buen puerto. No quiero hacer tambalear toda su razón de ser. Ella es esposa de un pastor, ha trabajado toda su vida para sacar a sus hijos adelante y sigue con ello saliendo a la milpa y al frijol, aunque ya merezca descansar. – Está muy rico el caldo seño, un poco picante, pero me gusta, como estuve en México…

Que Dios le bendiga

Camino por un sendero entre miles de plantas diferentes, con uno de mis alumnos, que no me deja ni un instante, siempre atento y correcto con mi cuidado y bienestar. Yo le voy preguntando y él me contesta inocentemente, ignorando la investigación que llevo a cabo.
-      Aquí profe, viven unas 200 familias. Hay como doscientos niños.
-      ¿Y cuántas escuelas hay? – le pregunto.
-      Hay una escuela primaria y una secundaria. Pero en la secundaria solo hay una maestra y casi no dan clase.
-      ¿Y en la primaria?
-      Bien, sí que hay maestros, aunque se la pasan hablando y casi no dan clase, no aprenden nada los patojos. No es como en la escuela – refiriéndose al proyecto donde trabajo yo de voluntario y él estudia becado.
-      Ah… ¿Y cuántas iglesias hay?
-      Cinco profe, tres católicas y dos evangélicas.

 Las comunidades andan cortas de ver caras extrañas, más aún si son de tez blanca y ojos claros. Mientras caminamos, un hombre de unos cincuenta años se nos cruza, saluda a mi alumno y seguidamente se dirige a mí. Al verme extranjero, se detiene y me pregunta el típico interrogatorio ‘¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces?’ Tras responderle religiosamente a todas sus preguntas, me lanza su mano en un ademán de agradecimiento.

-      Gracias por atender a los muchachos, que Dios le bendiga… - dice mientras  le estrecho la mano. Su mirada es profunda y sincera, sus ojos honestos. Con la otra mano apunta con el dedo hacia arriba y al mirarle yo el dedo, él me mira y mira hacia el cielo.
-      A usted también – respondo yo con aire dudoso tratando de mostrar cortesía y devolver el gesto de la mejor manera posible. El hombre se marcha y nosotros seguimos nuestro camino. 

-      ¿Evangélico verdad?
-      Sí, profe.
Caminamos por el sendero hacia la tienda. Sigo pensando en mis palabras y comienzo a sentirme mal conmigo mismo. Suelo ser fiel al fondo de cada palabra que digo y en esa despedida falté a mi moral. En ese momento no pienso en hacer la contraconquista, en despojarles de un plumazo los 500 años de adoctrinamiento, pero sí me gustaría que respetaran mis no creencias. Al dirigirse a mí, no deberían referirse a Él. Pero es una batalla tan grande que armar para una situación tan transitoria…


Oración de la mañana

Primera hora de la mañana. Me dirijo a la clase de las 7 de la mañana aún despegando el Loctite de las legañas, a paso rápido para estar bien puntual. Ya que les exijo puntualidad, no vaya a dar yo mal ejemplo.
-      Good morning! – les espeto para ver si se saben ya esa lección y para ver si despertamos todos.
-      Good morning teacher! – contestan unos antes y otros después.
Repito el proceso hasta encontrar un grito tan fuerte, claro y unísono que despegue del todo mis legañas y me dispongo a empezar la clase.
-      Espere profe, ¿pero no va a decir la oración? – pregunta una alumna.
Los miro y me quedo dudando. La escuela no es un proyecto religioso. Miro a cada uno de ellos, que me devuelven la mirada y todos, absolutamente todos, asintiendo con la cabeza aguardan que dé una oración que esperan más por devoción que por rutina. Mientras tanto, intento pensar una salida satisfactoria para todos.

-      Bueno… entonces que se levante uno de ustedes y que diga la oración. Escojan un voluntario – les ofrezco como símbolo de su madurez y buen hacer.
Ellos dudan, me piden que la diga mientras yo agito la mano hacia arriba esperando que alguien se levante y que suelte el dichoso discurso del nuevo día. Finalmente, una alumna se levanta y dice para el alerón de su camisa unas palabras que apenas oigo. Todos, absolutamente todos, cierran los ojos y yo me salgo del aula. Alguno me mira con el rabillo, supongo que se da cuenta de mi declaración de intenciones. Es un pacto fácil: respetar, pero desde la distancia. Mientras oran yo solo pienso en no tener  nunca más una clase a las 7 de la mañana.



La cruda realidad

En el porche, después de un día de clase, sentados en la oscuridad de la noche andamos platicando un maestro de la escuela y yo sobre la vida en las comunidades. Apenas acabo de llegar, apenas conozco nada. Los mosquitos me dan la bienvenida y yo ya resignado les dejo que me perforen una y otra vez. Cada palabra que me cuenta el profe es para mí como una fuente de aprendizaje inagotable, fresca. Tras preguntarme cuántos hijos tengo, comenzamos a debatir entre la diferente idea de vida y de familia que existe entre él y yo, entre su cultura y mi cultura.

-      No, en las comunidades los patojos se casan con 16 años, incluso con menos. Ha habido casos en el que los padres ya las casan con 12 años. Y enseguida a tener hijos…
-      ¡Pero eso es peligroso! Si es una niña, su cuerpo no está preparado y menos aún la madurez personal, intelectual… ¿De qué va a vivir pues, cómo va a trabajar? – le pregunto yo, aunque intuyendo la respuesta.
-      Pues en ese caso ya no estudian ni él ni ella, ahorita ella al hogar y él ya a chapear. Al principio apoya la familia, pero ya deben ir buscando su casa.
-      ¿Y los papás no piensan que si no estudian no van a poder especializarse en algo, tener más oportunidades?
-      Ah…no, para ellos la única idea es sacarlos de casa. Así se criaron ellos…
Supongo que me cuenta los casos más extremos, aunque la norma es que haya un mínimo de cuatro hijos por familia. Por ejemplo, él tiene 26 años, se casó a los 20 con su actual esposa cuando ella tenía solo 14 años. El padre de la chica los vio un día paseando juntos y entonces acordó una reunión con él. ‘O te casas o te casas’, le dijo. Y ya no hubo más que decir. La conversación avanza hacia unos términos en los que ya me siento con confianza y pregunto:
-      ¿Pero por qué la gente tiene tantos hijos que no puede mantener? ¿No usan condón? No debe ser tan caro…
-      Pues por lo mismo que no se preocupan de que sus hijos estudien. Confían más en lo que dice el pastor que en lo que les vaya a servir la escuela – me dice mientras escucho atónito. Me imagino retrocediendo a la España rural de hace 100 años, me imagino a mi abuela saliendo del pueblo a la ciudad con 15 años, para trabajar, para desahogar un poco la pobre economía agraria de la familia.
-      ¿Y el pastor es igual de pobre que ellos?
-      Ah no, el pastor suele tener la mejor casa de la aldea junto con los que fueron a los Estados, anda en carro y sus hijos estudian fuera de la aldea en escuelas privadas.
-      ¿Y la gente lo ve eso normal? – le pregunto yo tratando de sacar algo de petróleo de un pozo que rebosa más mierda que oro negro.

Se hace el silencio porque realmente no sabe que contestar. Los dos sabemos la respuesta, aunque a él se le plantee un dilema moral que no le deje ver la verdad. La fe de la gente es ciega, como ciegos son sus ojos. El analfabetismo y la ignorancia conducen a que la gente tenga el único amparo en aquello que no puede ver, oír, ni tocar. Confían su suerte a algo etéreo, en lugar de confiar y apostar por ellos mismos, por tratar de progresar, pero las condiciones son tan extremas y la cultura está tan arraigada que no se pueden cambiar las cosas tan fácilmente. Por otra parte, aunque dieran su brazo a torcer, la educación pública tampoco da mucha confianza.

-      Fíjese que en mi comunidad el maestro de la escuela embarazó a una niña de doce años.
-      ¿Cómo? ¿Y qué pasó? – le pregunto ya incrédulo, como si estuviera viendo un documental de los de la tele, esos que se ven tan cerca pero se sienten tan lejos, aunque esta vez me lo cuentan unos ojos que vieron.
-      Pues que casi lo matan, ya sabe… en las comunidades la ley es la de uno, lo quisieron apedrear, pero alguien llamó y ya intervino la justicia.
-      ¿Y ahora? – le pregunto esperando que me cuente rápido el desenlace.
-      Ahorita él se encuentra en prisión y la patoja ya tuvo el bebé.
Después me cuenta el caso de un viejo amigo suyo, que tuvo el primero a los 14 y la familia cuenta ya con 12 niños que da pena verlos, desaliñados, desnutridos, pero los papás rehúsan a ponerse el condón. 

-      Si…nosotros hablamos de esos temas – me reconoce con algo de vergüenza. - Es que él me cuenta que no puede aguantarse, aunque no sea el día D – refiriéndose a las cuentas que hacen las mujeres del período para tener menos probabilidades de quedarse embarazada.
-      Claro, qué va a hacer… - le contesto, ya impotente, tratando de dar por acabada la conversación mientras me quedo pensando en que la conquista fue un éxito rotundo. ‘Qué daño han hecho los más de 300 años de invasión.’

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