Después de una Navidad y fin de año otra vez atípicos, enero
me dio la bienvenida y mi culo de mal asiento ya notaba que el ‘verano’ estaba
acabando. Aunque ya me había hecho un hueco y encontrado un trabajo fácil, que
se cobraba bastante bien, ya
repiqueteaban las campanas que me llamaban para volver al inicio de
curso. Aunque unos pequeños problemas bacterianos retrasaron mi salida y por
eso decidí no abandonar tan pronto México y dar un rodeo un poco más largo.
Veintiuna horas me separaron de mi querida y mis queridos de
Playa del Carmen (gracias por esos dos meses en los que me sentí como en casa, como en familia) para que me recibiera la bohemia chiapaneca de San Cristóbal
de las Casas. A pesar de estar casi un día metido en el mismo autobús con el
culo como una pista de aterrizaje, el viaje no se me hizo tan largo: algunas
películas, un libro y cabezadas sirvieron para amenizar el viaje. Estaban
previstas 17 horas de autobús, pero dimos un rodeo de 4 horas para no pasar por
Ocosingo, entre San Cristóbal y Palenque, pues al parecer hay conflictos y
suelen parar y asaltar a los autobuses por la noche. El Caribe y la burbuja turística
y segura quedaban atrás para entrar en tierra caliente.
Los viajes son el mejor momento para reflexionar y en este
tuve tiempo de sobra para cambiar el chip del Caribe, el trabajo de vender
vanidad y el flujo de dinero fácil por la realidad de Chiapas y luego de Guatemala,
donde cuestan horas de sudor sacar un plato de frijoles a la mesa y si no hay,
pues mañana habrá.
En San Cristóbal estuve tres días acompañado de Miguel
Ángel, un amigo español que anda también viajando por México con el aire fresco
de la libertad. Es una ciudad preciosa, bohemia, con arte y colores, aunque apenas
pudimos verlo. Los antibióticos y el frío no compaginaron bien con el alcohol.
En comparación con el Caribe, Sancris es muy barata, pero también hay lugares
caros. Todo depende del tipo de cliente y el dinero que quieras o puedas
gastar. Una cosa no nos gustó a ninguno de los dos: acostumbrados al clima
cálido y tropical, nos metimos en un lugar a 2200 metros de altura y con poco
abrigo, nuestras gargantas, acostumbradas al abrazo del sol, no resistieron tal
cambio.

Hablando de negocios, no me gustó la actitud de los
vendedores que ven al visitante como dinero con patas, como en todos los
lugares, pero allí su insistencia era tan grande que daban ganas de mandarlos a
la mierda, casi era un asalto. Las mamás envían a los niños en horas de escuela
a vender al visitante todo tipo de abalorios: colgantes, cadenas, joyas de
piedras, etc. En esas tuve la ocasión de hablar con uno de ellos:
- Gracias, pero ya compré – le dije. Era cierto, no se le pueden comprar pulseras a todos.
- Cómpreme por favor – insiste el niño de 7 o 8 años.
- No.
- Pues regáleme una moneda, por favor, para la tortilla.
- ¿Y tú ahora no deberías estar en la escuela?
- Sí, pero hoy no vino el maestro – me dice. Dudo de si es verdad, pero no me extrañaría, en Guatemala pasa a diario.
- Venga pues a ver si sabes leer esto que pone aquí.
El niño apenas puede leer las letras. En esas viene un hombre ya en sus veintitantos y lo lee con valentía, orgulloso de tal proeza. Mira al niño como diciendo ‘mira cómo se hace’.
- Cómpreme libros, un cuaderno – me dice.
- No – le digo dudando y mirando a su madre, que está sentada a unos diez metros, junto a varias señoras.
Caminamos y el niño nos sigue por toda la plaza a lo largo
de cien metros, persistente, incansable, acostumbrado a recibir negativas. ‘Si
en mi trabajo cuando recibía negativas yo me venía abajo’, pienso. Aun así, sin
saber bien por qué, no quise darle nada, ni gastar 10 pesos (60 céntimos de
euro) en comprarle unas pulseras. Al final solo quiere sacar algo porque así le
han enseñado, no tiene vergüenza ninguna porque así le han dicho y porque
siempre cae algo de los cientos de turistas diarios que acuden. No fue por
roñoso, algo turbio vi en ese ambiente y no quise contribuir. No fue solo el
trabajo infantil, que a veces a eso se le llama supervivencia. ¿Para qué un
cuaderno, si no va a haber nadie que le enseñe a escribir? Es solo la cultura de pedir, de vivir pidiendo. Hay pobreza sí, pero ¿esa es la forma de combatirla o solo de paciguar la conciencia? Aún sigo reflexionando y sigo sin tener una posición clara al respecto. Tema complejo.

Al día siguiente abandoné Sancris para dirigirme a
Quetzaltenango o Xela, ya en Guatemala. Estaban previstas 10 horas de viaje,
pero tardamos unas 13 por algunos imprevistos en el sistema de frenado del
vehículo. Lo importante que conseguimos llegar a salvo. En el camino apenas
descansé, conocí a un chileno con el que estuve platicando casi todo el viaje.
A sus cuarenta y tantos, artesano desde hacía más de media vida, se había recorrido
casi toda Latinoamérica de esta manera, viviendo al día, trabajando y vendiendo
sus colgantes de piedra. Se dirigía a la Antigua a comprar algunos materiales.
Me dio algo de envidia, querría haber alargado un poco mi viaje, pero ya
llegaba 5 días tarde para las clases y ya tenía asignadas las mías al final del
período.
Una vez en Xela me alojé en un hostel. ¡Novedad para mí
cuando viajo solo! Había conseguido alguien que me hospedara, pero realmente
para seguir con la filosofía de Couchsurfing, decidí que no me apetecía
compartir en ese momento, sino que quería tener algún momento para mí. De haber
aceptado habría sido una cosa puramente utilitarista y no se trata de eso, del
puro gorroneo. Allí tuve la oportunidad de conocer a algunos viajeros, voluntarios
y tener mis momentos para pensar, leer o escribir, que también son importantes.
Me gustó Xela, es una ciudad cultural, estudiantil, grande y
parece más segura, al menos en el centro el ambiente es más tranquilo por la
noche. Solo estuve un día, pero me quedé con ganas de más, sería un lugar
idóneo para vivir y encontrar todo lo que mente y cuerpo necesitan. Y así
compré el último billete para llegar a la escuela. Doce horas más de autobús en
un viaje nocturno pasando por la capital. No me hacía mucha gracia, pero no me
quedaba otra. El viaje fue el peor de todos, aunque el autobús se supone que
era de primera clase, tenía asientos pequeños incómodos, sin luz para leer y la
carretera era serpiente emplumada llena de virones y trampas. Apenas pude dormir
o descansar. Ya no sabía si iba a llegar o si nos iban a asaltar. De hecho se
notaba la tensión en el ambiente cada vez que paraba el autobús. Al final ya me
entregué al destino y que fuera lo que fuera. Pero esa vez no tocaba…
Llegué a Poptún a las 5 de la mañana, cansado pero listo
para el toque de campana y saludar a los primeros patojos que se levantaban a
tortear. Y como si los dos meses no hubieran pasado, metí de nuevo las manos en
la masa, de lleno y con más seguridad, a seguir enseñando, aprendiendo y lidiando con las piedras que se
amontonan cada día en el camino. Pero eso ya lo contaré.