Por fin agarré otro ratito para escribir en mi bitácora de
viaje la segunda parte de las vacaciones de Semana Santa. Esta vez fueron de un
turismo algo más estándar, no tanta improvisación ni aventura, aunque la
ocasión lo merecía, ya que recibía a contrarreloj la única visita de España
hasta la fecha. ¡Gracias Urban!
Las causalidades que siempre me acompañan en la vida
hicieron que en el mismo vuelo que Urban vinieran el hermano y la novia de Noe,
una amiga que también anda de intercambio en Xalapa. Así que la idea era
reunirse en DF con ellos a las 7 de la mañana, que era cuando llegaban.
¡Menudas horas!
Yo llegué un día antes para aclimatarme a la ciudad y andar
de bares y pulquerías. Allí fui a parar con Lulú, una amiga que fue nuestra
anfitriona en la estancia defeña. Los pelos de punta se me pusieron cuando
descubrí que tenemos exactamente la misma edad, ¡apenas nos llevamos minutos o
alguna hora de diferencia!
Las pulquerías son lugares típicos mexicanos donde se bebe
pulque, una bebida que ya tomaban los aztecas para contactar con los dioses. El
sabor es medio ácido y la textura
viscosa y pesada, así que no es apta para todos los paladares. Tras unos
titubeos iniciales, mi paladar aprendió a quererlo.
Entre cervezas y pulques conocimos al Bacho, un artista de
los suburbios mexicanos (así se definía él), que tenía la cualidad de querer
matarte cuando decías algo que no le gustaba y al instante abrazarte y dar
gracias al destino por darle la oportunidad de habernos conocido. ¡Vamos que
estaba colgao!
Parece que no, pero el pulque sube, y vaya si lo hace. Lo
descubrí a las 6,30 de la mañana, hora en que me levanté para ir a recoger a
las visitas, con la cabeza girando en una órbita diferente a la de mi cuerpo.
Menos mal que el destino estaba a mi favor y las causalidades no vienen solas.
Resulta que el lugar donde teníamos que encontrarnos estaba en la misma calle
que la pulquería de la noche anterior. Tanta capital… ¡Si al final esto es un pueblo!
Así que con mi cruda (así se le llama acá a la resaca) y el jet
lag de los viajeros nos fuimos de buena mañana a visitar el Museo de
Antropología, un museo inmenso, con cientos de miles de piezas, que no ves bien
ni en un día entero. El cansancio nos hizo mella a las tres horas y decidimos
abandonar. El problema es que el museo se encuentra en el parque de
Chapultepec, el pulmón de la ciudad y considerada la zona verde urbana más
grande de Latinoamérica. Y sí, nos perdimos y estuvimos caminando durante dos
horas para salir de allí, ya sí hambrientos y reventados. Por cierto, el parque
muy bonito jejeje.
Al día siguiente estuvimos turisteando por el centro y por
la tarde fuimos con unos amigos de Lulú a Xochimilco, un barrio al sur de la
ciudad tatuado de canales navegables por unas embarcaciones con mesas y sillas
llamadas trajineras. Cuando me contaron que era como Venecia, yo me imaginé un
viaje tranquilo, escuchando acordeones, viendo monumentos, charlando y bla,
bla, bla... al parecer me perdí ese capítulo de Callejeros Viajeros porque
todos sabían a dónde íbamos, mejor dicho, a qué íbamos. Todos menos yo. Lo
descubrí cuando paramos en el supermercado y la gente empezó a comprar cajas y
cajas de cervezas, alguna botella de tequila, ron y ¡eran las cuatro de la
tarde! Claro nosotros no podíamos ser menos. Una vez en las trajineras alguien
sacó un altavoz, enchufó el equipo de música y ya teníamos nuestra rave montada.
Aunque ya llevo más de seis meses aquí, en ese instante el
más turista era yo. O sea, que se podía hacer botellón mientras dabas un
paseíto por los canales de la ciudad. In Mexico everything is posible! Jajaja.
Pero no todo es color de rosa, luego me contaron que las aguas son radiactivas
de tanta mierda que acumulan. Si te caes dentro sales con algún brazo de más.
Pero el caso es que después la fiesta se alargó y acabamos en casa a las 3 de
la mañana.
Ya el domingo y con otra
cruda en la cabeza, nos fuimos a las pirámides de Teotihuacán. Allí ya
me encontré con el estereotipo de paisaje de México: cactus, cactus y cactus en
un secarral. Estas pirámides son anteriores a la llegada de los aztecas y las
rodea mucho misterio, pero poco más. La verdad que después de haber visto Tikal
en Guatemala y paseado por Chiapas, ya
es difícil que algo te sorprenda. No pudimos subir a las pirámides, el sol
infernal y la fila de más de 500 metros nos echaron para atrás. Mientras
decidíamos a dónde ir a comer, me pararon unos chicos y comenzaron a grabarme y
hablarme en inglés. Otra vez mis pintas de gringo, la de veces en este año que
me ven y me hablan en inglés. Esta vez eran unos estudiantes que tenían que
entrevistar a algún extranjero para la escuela. Les dije: ‘No problema’ y me
hice pasar por un gringo de California con acentaco español. Qué diría la
maestra…
Ya bien cansaditos regresamos a empacar las cosas y por la
noche comenzamos la segunda etapa del viaje hacia el Pacífico, concretamente a
un pueblito del estado de Nayarit que se llama San Pancho, donde nos esperaba
Katia, una amiga que había ido en busca de aventuras y acabó allí
rentando una casita y haciendo telares para vender.
12 horas duró el viaje hasta Puerto Vallarta y otras dos más
hasta San Pancho, un paseíto comparado con el de Cancún. El pueblo era bien
tranquilo y, aunque era turístico, no había edificios gigantescos ni grandes
rascacielos, solo casitas, playa, palmeras y un mar que no te dejaba que te
descuidaras ni un momento, perfecto para los surfistas. ¡Ah! Y pescadores que
regresaban al mediodía con pescadito fresco, limpio y a buen precio. Mmm qué
rico estuvo…
Encontramos a Katia en el malecón, con su puesto bien
montadito y enseguida nos abrió las puertas de su casa. Cuando fuimos para la
playa, vimos que había una especie de pantano que moría en la arena y allí se
levantaba un cartel que decía: “Cuidado con los cocodrilos, no acercarse, no
alimentarlos, no bañarse.” ¡Increíble,
otra vez cocodrilos en su estado puro! Aunque los rumores en el pueblo decían
que las noches anteriores se habían comido algún que otro perro curioso, lo
cierto es que los repitilitos salían espantados cuando veían a un puñado de
curiosos como yo caminando hacia ellos.
Y esa misma noche me ocurrió la cosa más surrealista de todo
el viaje. Todo empezó por la tarde, cuando llegó Natalia, una chica de Zaragoza
que estudiaba en Granada y también
estaba en México de intercambio. Llegó a parar a San Pancho a través de
un amigo común de Katia y mío. La chica había estado de gira con un grupo
flamenco de mexicanos y ahora venía unos días a descansar a la playa. A las dos
horas de conocerla fue a recoger la mochila a un bar donde la había dejado y
cuando vino nos contó que los músicos les habían fallado y que le habían
ofrecido tocar por un par de horas. Le pagaban y le daban la cena, pero nos
dijo que nunca se había subido sola a un escenario a cantar a capela. Así que
con toda mi jeta le dije que yo me subía con ella a tocar las palmas, la
armónica en algún tema menos jondo y los coros en los que me sintiera
inspirado. ¡Ah! Y teníamos que cambiar eso de que nos daban de cenar por
cervezas y mezcales. ¿Quién necesita cenar para un concierto? Lo que se
necesita es que venga el duende jejeje.
Así que a las dos horas de habernos conocido y tras media
hora de ensayo dimos el concierto más surrealista de mi corta carrera encima de
los escenarios. Flamenco jondo, algunas rumbas y fandangos facilones, bluses,
coplas y algún que otro rock resultón fue el repertorio sacado de la chistera. Con
la armónica estaba cómodo improvisando, pero con las palmas me sentía un
farsante y deseaba que no hubiese españoles entre el público jajaja. Pero la
verdad que no sonó nada mal y además de beber y cobrar nos echaron algunas
propinas y nos llevamos alguna felicitación. ¡Todo obra de ella, por supuesto!
Y para acabar las vacaciones nos reunimos de nuevo con Noe y
dimos un tour por las islas Marietas, un pequeño archipiélago protegido y
pobladísimo de vida marina. Allí pudimos bucear y hacer snorkel y ver toda
clase de peces, cangrejos y el ejemplar más valioso: el alcatraz patiazul, un
ave que está entre el pato y el pingüino y como su nombre indica, tiene las
patas azules. La pena fue que no pudimos avistar ninguna ballena, ni delfín ni
tortugas; hay que tener la suerte de que pasen por allí en ese momento. Otra
vez será.
Y ya de vuelta al DF nos dio algo de tiempo para ver la casa
de Frida Kahlo y dar una vueltecita por Coyoacán, pero el viaje ya estaba
tocando a su fin. La verdad que la semana cundió mucho pero, tras despedir al
Urban, yo aún me permití el lujo de terminar las vacaciones en Jalcomulco, un
pueblecito a una hora de Xalapa, donde la Luna brilla todas las noches y los
mangos abundan tanto que ya nadie sabe qué hacer con ellos. Pero esa es ya otra
historia…
Besitos!!