A partir de ahí todas las noches se citaban en un chat como el que queda para tomar café. Sus soledades comenzaron a congeniar, se entrelazaron, hablaban de todo, del mundo, de sus aficiones, sus intimidades y, por momentos, olvidaban todo a su alrededor. Se entendían, cada palabra, cada guiño, propiciaba una sonrisa, el sentimiento de ser comprendido y querido por alguien.
Ella confiaba en no ilusionarse demasiado, aunque no podía evitar sentir un cosquilleo que le recorría por todo el cuerpo, pero esta vez no terminaba en un nudo en la garganta. En poco tiempo los gusanos verdes desaparecieron, pensó que al fin se habían dormido, que en poco tiempo se convertirían en mariposas. Ya no deseaba pasarse los días durmiendo, tenía algo por lo que mantenerse despierta, esperando a ver su nombre entre el racimo de tantos otros en la pantalla. Pasaba el día pensando en él, pensando en lo maravilloso que sería el mundo con él. Se imaginaba despertando cada amanecer a su lado, preparándole el desayuno, amándole como nadie. “¡Basta!”, pensaba al momento. Sentía miedo, luchaba por alejar esos pensamientos, sabía que podían hacerle mucho daño, pero venían en oleadas de aire fresco que se llevaban de un plumazo las pesadillas y los malditos gusanos que cada día consumían un poco más sus fuerzas. Eran felices, le relajaban.
Cerraba los ojos y se dejaba llevar: los atardeceres paseando por el parque cogidos de la mano sintiendo los olores de la primavera, el chasquido de las hojas en otoño, la complicidad de una mirada, pequeñuelos correteando por la casa… Su silla daba vueltas por la habitación y ella giraba y giraba con los brazos extendidos. Sonreía. El mundo era maravilloso.
Él recordaba constantemente la primera vez que habló con ella. Sin saber cómo, aquella noche millones de hormigas cosquillearon sus pelos hasta hacerlos erizar. ¡Había sentido un escalofrío! El primero en mucho tiempo. Apenas recordaba cómo era, por eso instantes después sintió miedo y duda. Pero quería repetir esa sensación, era placentera. Por eso se citaba con ella. Se veía cómodo hablando con ella, contándole sus pensamientos, sus secretos, sus errores, cuando tiró todo por la borda por falta de fuerzas. Le gustaba que ella le animara, que le dijera que valía mucho, que debía demostrárselo a sí mismo. Sin darse cuenta, o, más bien, sin querer darse, poco a poco había ido dejando fluir los sentimientos, había comenzado a derretirse la caja fuerte que mantenía a salvo su corazón.
Nunca se habían visto, tocado ni olido. No les importaba tanto el otro como la sensación de ser querido por alguien, tener algo a que aferrarse, un nido de esperanza, pero los sentimientos eran tan fuertes que se decidieron a dar el paso: “¡Sácame del abismo de mi soledad!”, gritó ella. “¡Quémame, hazme arder de placer!”, gritó él.
Se conocieron por primera vez en una ciudad a mitad de camino entre el amor y el olvido. Él la miró a los ojos, las puertas del alma, no le costó tanto esfuerzo como pensaba. Los días anteriores había estado imaginando como sería ese momento: los nervios actuarían en su contra, le recorrerían el cuerpo como la erupción de un volcán y no la podría mirar, ella le rechazaría y todo volvería a ser como antes, el frío polar volvería a helar su corazón. Siempre tendía a pensar así, pero esta vez se equivocó. Se alegró. En lugar de eso, vio en ella una mirada sincera, expectante, con nervios, acompañada de una sonrisa de complicidad que supo corresponder. A partir de ese momento decidió que entregaría su mirada a ella.
Era una noche de invierno, fría como nunca se había recordado en el lugar, pero ellos ardieron en una habitación de hotel, de la que hicieron su palacio, su escondite, su lugar aparte; ausentes de todo, el mundo se condensaba en esos pocos metros cuadrados. No necesitaban más para sentirse plenos, en un estado máximo. Sintieron cada caricia, cada beso, cada abrazo como nunca antes lo habían hecho. El vapor se hacía visible por las ventanas iluminadas intermitentemente por la tenue luz que desprendían las llamas de un candil en forma de araña. Parecía como si hubieran nacido en ese mismo momento, como si siempre se hubieran conocido, como si se hubieran necesitado pese a no saberse el uno del otro. Exprimiendo sus abrazos, mirándose profundamente, actuando por momentos como animales desbocados, pero con una sutil dulzura. Sin decirse una sola palabra sellaron su alianza. Nada ni nadie les volvería a separar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario