sábado, 31 de enero de 2015

La vuelta al cole. Alto en el camino



Después de una Navidad y fin de año otra vez atípicos, enero me dio la bienvenida y mi culo de mal asiento ya notaba que el ‘verano’ estaba acabando. Aunque ya me había hecho un hueco y encontrado un trabajo fácil, que se cobraba bastante bien, ya  repiqueteaban las campanas que me llamaban para volver al inicio de curso. Aunque unos pequeños problemas bacterianos retrasaron mi salida y por eso decidí no abandonar tan pronto México y dar un rodeo un poco más largo.


Veintiuna horas me separaron de mi querida y mis queridos de Playa del Carmen (gracias por esos dos meses en los que me sentí como en casa, como en familia) para que me recibiera la bohemia chiapaneca de San Cristóbal de las Casas. A pesar de estar casi un día metido en el mismo autobús con el culo como una pista de aterrizaje, el viaje no se me hizo tan largo: algunas películas, un libro y cabezadas sirvieron para amenizar el viaje. Estaban previstas 17 horas de autobús, pero dimos un rodeo de 4 horas para no pasar por Ocosingo, entre San Cristóbal y Palenque, pues al parecer hay conflictos y suelen parar y asaltar a los autobuses por la noche. El Caribe y la burbuja turística y segura quedaban atrás para entrar en tierra caliente.

Los viajes son el mejor momento para reflexionar y en este tuve tiempo de sobra para cambiar el chip del Caribe, el trabajo de vender vanidad y el flujo de dinero fácil por la realidad de Chiapas y luego de Guatemala, donde cuestan horas de sudor sacar un plato de frijoles a la mesa y si no hay, pues mañana habrá.

En San Cristóbal estuve tres días acompañado de Miguel Ángel, un amigo español que anda también viajando por México con el aire fresco de la libertad. Es una ciudad preciosa, bohemia, con arte y colores, aunque apenas pudimos verlo. Los antibióticos y el frío no compaginaron bien con el alcohol. En comparación con el Caribe, Sancris es muy barata, pero también hay lugares caros. Todo depende del tipo de cliente y el dinero que quieras o puedas gastar. Una cosa no nos gustó a ninguno de los dos: acostumbrados al clima cálido y tropical, nos metimos en un lugar a 2200 metros de altura y con poco abrigo, nuestras gargantas, acostumbradas al abrazo del sol, no resistieron tal cambio.

En los tres días tuvimos tiempo de visitar el pueblo de San Juan Chamula, donde su iglesia es el máximo exponente y las prácticas que en ella se realizan la atracción principal. Allí acuden a diario decenas de indígenas a rogar al Dios cristiano, pero con prácticas prehispánicas. Ahí lo insólito: decoran el suelo con algunas hojas, sacrifican gallinas, se embriagan con la bebida típica del lugar, hay muchísimas velas y hay un olor bien intenso a copal. No puedo decir más ni opinar, apenas aprendí ni comprendí su cosmovisión. Eso sí, la primera imagen que nos encontramos fue un señor tirado en medio de la plaza con algunos billetes en la mano. ‘Un alcohólico’, pensé, pero resulta que salía de orar al Dios blanco. El espectáculo es bizarro, pero interesante. Se prohíben las fotos, se cobra entrada y te permiten tres preguntas gratuitas.

Hablando de negocios, no me gustó la actitud de los vendedores que ven al visitante como dinero con patas, como en todos los lugares, pero allí su insistencia era tan grande que daban ganas de mandarlos a la mierda, casi era un asalto. Las mamás envían a los niños en horas de escuela a vender al visitante todo tipo de abalorios: colgantes, cadenas, joyas de piedras, etc. En esas tuve la ocasión de hablar con uno de ellos:

- Cómpreme unas pulseras, por 10 pesos cuatro le doy señor.
- Gracias, pero ya compré – le dije. Era cierto, no se le pueden comprar pulseras a todos.
- Cómpreme por favor – insiste el niño de 7 o 8 años.

- No.
- Pues regáleme una moneda, por favor, para la tortilla.
- ¿Y tú ahora no deberías estar en la escuela?
- Sí, pero hoy no vino el maestro – me dice. Dudo de si es verdad, pero no me extrañaría, en Guatemala pasa a diario.
- Venga pues a ver si sabes leer esto que pone aquí.

 El niño apenas puede leer las letras. En esas viene un hombre ya en sus veintitantos y lo lee con valentía, orgulloso de tal proeza. Mira al niño como diciendo ‘mira cómo se hace’.   

- Cómpreme libros, un cuaderno – me dice.
- No – le digo dudando y mirando a su madre, que está sentada a unos diez metros, junto a varias señoras.

Caminamos y el niño nos sigue por toda la plaza a lo largo de cien metros, persistente, incansable, acostumbrado a recibir negativas. ‘Si en mi trabajo cuando recibía negativas yo me venía abajo’, pienso. Aun así, sin saber bien por qué, no quise darle nada, ni gastar 10 pesos (60 céntimos de euro) en comprarle unas pulseras. Al final solo quiere sacar algo porque así le han enseñado, no tiene vergüenza ninguna porque así le han dicho y porque siempre cae algo de los cientos de turistas diarios que acuden. No fue por roñoso, algo turbio vi en ese ambiente y no quise contribuir. No fue solo el trabajo infantil, que a veces a eso se le llama supervivencia. ¿Para qué un cuaderno, si no va a haber nadie que le enseñe a escribir? Es solo la cultura de pedir, de vivir pidiendo. Hay pobreza sí, pero ¿esa es la forma de combatirla o solo de paciguar la conciencia? Aún sigo reflexionando y sigo sin tener una posición clara al respecto. Tema complejo.

Cambiando de tema, otro día fuimos al Cañón del Sumidero. Está regado por un río y al final de la travesía, que dura cerca de una hora, las enormes montañas mueren en una presa que mantiene las aguas y, según el guía, sirve para alimentar de energía a varios estados de México. Allí vimos monos, buitres, serpientes y mi animal más preciado y venerado: el coco. Por cierto, también vimos flotando hileras de mierda y residuos que llegan a parar ahí, para que los vean los turistas. Aunque según el guía, la cantidad de plásticos, condones, botellas, etc., se ha reducido considerablemente en los últimos años. Por lo que he visto en los lugares que he visitado, hay muy poca cultura en ese tema y muy mala gestión de las autoridades en cuanto a residuos en México, para qué vamos a negarlo. Se consume tanto plástico y Unicell y hay tan pocos lugares donde almacenarlo o reciclarlo…

Al día siguiente abandoné Sancris para dirigirme a Quetzaltenango o Xela, ya en Guatemala. Estaban previstas 10 horas de viaje, pero tardamos unas 13 por algunos imprevistos en el sistema de frenado del vehículo. Lo importante que conseguimos llegar a salvo. En el camino apenas descansé, conocí a un chileno con el que estuve platicando casi todo el viaje. A sus cuarenta y tantos, artesano desde hacía más de media vida, se había recorrido casi toda Latinoamérica de esta manera, viviendo al día, trabajando y vendiendo sus colgantes de piedra. Se dirigía a la Antigua a comprar algunos materiales. Me dio algo de envidia, querría haber alargado un poco mi viaje, pero ya llegaba 5 días tarde para las clases y ya tenía asignadas las mías al final del período. 

Una vez en Xela me alojé en un hostel. ¡Novedad para mí cuando viajo solo! Había conseguido alguien que me hospedara, pero realmente para seguir con la filosofía de Couchsurfing, decidí que no me apetecía compartir en ese momento, sino que quería tener algún momento para mí. De haber aceptado habría sido una cosa puramente utilitarista y no se trata de eso, del puro gorroneo. Allí tuve la oportunidad de conocer a algunos viajeros, voluntarios y tener mis momentos para pensar, leer o escribir, que también son importantes.

Me gustó Xela, es una ciudad cultural, estudiantil, grande y parece más segura, al menos en el centro el ambiente es más tranquilo por la noche. Solo estuve un día, pero me quedé con ganas de más, sería un lugar idóneo para vivir y encontrar todo lo que mente y cuerpo necesitan. Y así compré el último billete para llegar a la escuela. Doce horas más de autobús en un viaje nocturno pasando por la capital. No me hacía mucha gracia, pero no me quedaba otra. El viaje fue el peor de todos, aunque el autobús se supone que era de primera clase, tenía asientos pequeños incómodos, sin luz para leer y la carretera era serpiente emplumada llena de virones y trampas. Apenas pude dormir o descansar. Ya no sabía si iba a llegar o si nos iban a asaltar. De hecho se notaba la tensión en el ambiente cada vez que paraba el autobús. Al final ya me entregué al destino y que fuera lo que fuera. Pero esa vez no tocaba…

Llegué a Poptún a las 5 de la mañana, cansado pero listo para el toque de campana y saludar a los primeros patojos que se levantaban a tortear. Y como si los dos meses no hubieran pasado, metí de nuevo las manos en la masa, de lleno y con más seguridad, a seguir enseñando,  aprendiendo y lidiando con las piedras que se amontonan cada día en el camino. Pero eso ya lo contaré.