miércoles, 22 de octubre de 2014

La religión en Guatemala en 4 relatos


En Guatemala la omnipresencia de Dios se siente con fuerza en las casas, en los saludos, las despedidas, los letreros, la oración de las mañanas, incluso en los carros y autobuses existe una moda maxi tuning de colocar exultantes rótulos con letras de fuego como si de un grupo de heavy metal se tratase en las que se pueden leer frases como ‘Jehová es mi pastor’, ‘El todopoderoso me protege’ o ‘Jesús es mi único Dios’. Adentro de los buses se escucha el dogma a ritmo de cumbia y bachata con estribillos como ‘El todopoderoso viene de Israel’.

La omnipresencia es fuerte, sí,  aunque la omnipotencia brille por su ausencia. Mientras tanto, los pobres se quedan con el consuelo de haberse ganado ya el cielo y lo de mejorar sus condiciones, será si y solo si Dios quiere.



¿A qué religión le va?

-      ¿Y usted a qué religión le va? – me pregunta de forma natural una señora que roza los sesenta años, evangelista radical, madre de trece hijos, entre ellos una alumna a la que estoy visitando, como si me preguntara si soy del Barça o del Madrid.
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Yo, sin saber muy bien cómo salir de la encrucijada, sin querer ofender y tratando de ser honesto conmigo mismo, sigo degustando el plato de caldo de pollo a modo de pausa dramática, a la luz de una candela, bajo una tormenta de alfileres de agua, solo protegidos por un tejadito de chapa sostenido por unas vigas de madera y algunas tablas que cubren intermitentemente lo que debía ser una pared.
-      Mire… - le digo clavando los ojos en sus oscuras pupilas y tratando de ganar un poco más de tiempo - le voy a contar la historia de mi abuelita. Sin importar si cierto o falso, en una argucia diplomática le explico de forma exagerada cómo mi abuelita había sido testigo de Jehová, católica, cristiana, mormona, del Opus y todas las escisiones sectarias posibles habidas y por haber, cómo había tratado de inculcar la fe ciega a sus hijos de forma autoritaria y cómo mi pobre mamá se declaró en rebeldía, rebeldía que yo heredé y por eso no practico religión alguna.
-      Claro, si es que Dios solo ha de haber uno… - me contesta la pobre mujer, justificando así su evangelismo. – Por eso los evangelistas no adoramos ídolos, solo a Dios. – La mujer, que vive en la falda de la montaña, sin luz, ni agua corriente,  dedica cuatro o cinco tardes a la semana a ir unas tres horas a la iglesia a cantar y a hacer culto, por las noches lee la Biblia y algunas veces suben a la montaña a hacer ritos y oraciones.
-      Claro…. – le afirmo en un intento de zanjar la conversación. La táctica funciona a la perfección. Entonces pienso en plantearle la duda de la existencia de su creador, pero rechazo la idea al instante; sorteado ya el obstáculo, no creo que sea bueno crear más, entrando en un debate que no va a llegar a buen puerto. No quiero hacer tambalear toda su razón de ser. Ella es esposa de un pastor, ha trabajado toda su vida para sacar a sus hijos adelante y sigue con ello saliendo a la milpa y al frijol, aunque ya merezca descansar. – Está muy rico el caldo seño, un poco picante, pero me gusta, como estuve en México…

Que Dios le bendiga

Camino por un sendero entre miles de plantas diferentes, con uno de mis alumnos, que no me deja ni un instante, siempre atento y correcto con mi cuidado y bienestar. Yo le voy preguntando y él me contesta inocentemente, ignorando la investigación que llevo a cabo.
-      Aquí profe, viven unas 200 familias. Hay como doscientos niños.
-      ¿Y cuántas escuelas hay? – le pregunto.
-      Hay una escuela primaria y una secundaria. Pero en la secundaria solo hay una maestra y casi no dan clase.
-      ¿Y en la primaria?
-      Bien, sí que hay maestros, aunque se la pasan hablando y casi no dan clase, no aprenden nada los patojos. No es como en la escuela – refiriéndose al proyecto donde trabajo yo de voluntario y él estudia becado.
-      Ah… ¿Y cuántas iglesias hay?
-      Cinco profe, tres católicas y dos evangélicas.

 Las comunidades andan cortas de ver caras extrañas, más aún si son de tez blanca y ojos claros. Mientras caminamos, un hombre de unos cincuenta años se nos cruza, saluda a mi alumno y seguidamente se dirige a mí. Al verme extranjero, se detiene y me pregunta el típico interrogatorio ‘¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces?’ Tras responderle religiosamente a todas sus preguntas, me lanza su mano en un ademán de agradecimiento.

-      Gracias por atender a los muchachos, que Dios le bendiga… - dice mientras  le estrecho la mano. Su mirada es profunda y sincera, sus ojos honestos. Con la otra mano apunta con el dedo hacia arriba y al mirarle yo el dedo, él me mira y mira hacia el cielo.
-      A usted también – respondo yo con aire dudoso tratando de mostrar cortesía y devolver el gesto de la mejor manera posible. El hombre se marcha y nosotros seguimos nuestro camino. 

-      ¿Evangélico verdad?
-      Sí, profe.
Caminamos por el sendero hacia la tienda. Sigo pensando en mis palabras y comienzo a sentirme mal conmigo mismo. Suelo ser fiel al fondo de cada palabra que digo y en esa despedida falté a mi moral. En ese momento no pienso en hacer la contraconquista, en despojarles de un plumazo los 500 años de adoctrinamiento, pero sí me gustaría que respetaran mis no creencias. Al dirigirse a mí, no deberían referirse a Él. Pero es una batalla tan grande que armar para una situación tan transitoria…


Oración de la mañana

Primera hora de la mañana. Me dirijo a la clase de las 7 de la mañana aún despegando el Loctite de las legañas, a paso rápido para estar bien puntual. Ya que les exijo puntualidad, no vaya a dar yo mal ejemplo.
-      Good morning! – les espeto para ver si se saben ya esa lección y para ver si despertamos todos.
-      Good morning teacher! – contestan unos antes y otros después.
Repito el proceso hasta encontrar un grito tan fuerte, claro y unísono que despegue del todo mis legañas y me dispongo a empezar la clase.
-      Espere profe, ¿pero no va a decir la oración? – pregunta una alumna.
Los miro y me quedo dudando. La escuela no es un proyecto religioso. Miro a cada uno de ellos, que me devuelven la mirada y todos, absolutamente todos, asintiendo con la cabeza aguardan que dé una oración que esperan más por devoción que por rutina. Mientras tanto, intento pensar una salida satisfactoria para todos.

-      Bueno… entonces que se levante uno de ustedes y que diga la oración. Escojan un voluntario – les ofrezco como símbolo de su madurez y buen hacer.
Ellos dudan, me piden que la diga mientras yo agito la mano hacia arriba esperando que alguien se levante y que suelte el dichoso discurso del nuevo día. Finalmente, una alumna se levanta y dice para el alerón de su camisa unas palabras que apenas oigo. Todos, absolutamente todos, cierran los ojos y yo me salgo del aula. Alguno me mira con el rabillo, supongo que se da cuenta de mi declaración de intenciones. Es un pacto fácil: respetar, pero desde la distancia. Mientras oran yo solo pienso en no tener  nunca más una clase a las 7 de la mañana.



La cruda realidad

En el porche, después de un día de clase, sentados en la oscuridad de la noche andamos platicando un maestro de la escuela y yo sobre la vida en las comunidades. Apenas acabo de llegar, apenas conozco nada. Los mosquitos me dan la bienvenida y yo ya resignado les dejo que me perforen una y otra vez. Cada palabra que me cuenta el profe es para mí como una fuente de aprendizaje inagotable, fresca. Tras preguntarme cuántos hijos tengo, comenzamos a debatir entre la diferente idea de vida y de familia que existe entre él y yo, entre su cultura y mi cultura.

-      No, en las comunidades los patojos se casan con 16 años, incluso con menos. Ha habido casos en el que los padres ya las casan con 12 años. Y enseguida a tener hijos…
-      ¡Pero eso es peligroso! Si es una niña, su cuerpo no está preparado y menos aún la madurez personal, intelectual… ¿De qué va a vivir pues, cómo va a trabajar? – le pregunto yo, aunque intuyendo la respuesta.
-      Pues en ese caso ya no estudian ni él ni ella, ahorita ella al hogar y él ya a chapear. Al principio apoya la familia, pero ya deben ir buscando su casa.
-      ¿Y los papás no piensan que si no estudian no van a poder especializarse en algo, tener más oportunidades?
-      Ah…no, para ellos la única idea es sacarlos de casa. Así se criaron ellos…
Supongo que me cuenta los casos más extremos, aunque la norma es que haya un mínimo de cuatro hijos por familia. Por ejemplo, él tiene 26 años, se casó a los 20 con su actual esposa cuando ella tenía solo 14 años. El padre de la chica los vio un día paseando juntos y entonces acordó una reunión con él. ‘O te casas o te casas’, le dijo. Y ya no hubo más que decir. La conversación avanza hacia unos términos en los que ya me siento con confianza y pregunto:
-      ¿Pero por qué la gente tiene tantos hijos que no puede mantener? ¿No usan condón? No debe ser tan caro…
-      Pues por lo mismo que no se preocupan de que sus hijos estudien. Confían más en lo que dice el pastor que en lo que les vaya a servir la escuela – me dice mientras escucho atónito. Me imagino retrocediendo a la España rural de hace 100 años, me imagino a mi abuela saliendo del pueblo a la ciudad con 15 años, para trabajar, para desahogar un poco la pobre economía agraria de la familia.
-      ¿Y el pastor es igual de pobre que ellos?
-      Ah no, el pastor suele tener la mejor casa de la aldea junto con los que fueron a los Estados, anda en carro y sus hijos estudian fuera de la aldea en escuelas privadas.
-      ¿Y la gente lo ve eso normal? – le pregunto yo tratando de sacar algo de petróleo de un pozo que rebosa más mierda que oro negro.

Se hace el silencio porque realmente no sabe que contestar. Los dos sabemos la respuesta, aunque a él se le plantee un dilema moral que no le deje ver la verdad. La fe de la gente es ciega, como ciegos son sus ojos. El analfabetismo y la ignorancia conducen a que la gente tenga el único amparo en aquello que no puede ver, oír, ni tocar. Confían su suerte a algo etéreo, en lugar de confiar y apostar por ellos mismos, por tratar de progresar, pero las condiciones son tan extremas y la cultura está tan arraigada que no se pueden cambiar las cosas tan fácilmente. Por otra parte, aunque dieran su brazo a torcer, la educación pública tampoco da mucha confianza.

-      Fíjese que en mi comunidad el maestro de la escuela embarazó a una niña de doce años.
-      ¿Cómo? ¿Y qué pasó? – le pregunto ya incrédulo, como si estuviera viendo un documental de los de la tele, esos que se ven tan cerca pero se sienten tan lejos, aunque esta vez me lo cuentan unos ojos que vieron.
-      Pues que casi lo matan, ya sabe… en las comunidades la ley es la de uno, lo quisieron apedrear, pero alguien llamó y ya intervino la justicia.
-      ¿Y ahora? – le pregunto esperando que me cuente rápido el desenlace.
-      Ahorita él se encuentra en prisión y la patoja ya tuvo el bebé.
Después me cuenta el caso de un viejo amigo suyo, que tuvo el primero a los 14 y la familia cuenta ya con 12 niños que da pena verlos, desaliñados, desnutridos, pero los papás rehúsan a ponerse el condón. 

-      Si…nosotros hablamos de esos temas – me reconoce con algo de vergüenza. - Es que él me cuenta que no puede aguantarse, aunque no sea el día D – refiriéndose a las cuentas que hacen las mujeres del período para tener menos probabilidades de quedarse embarazada.
-      Claro, qué va a hacer… - le contesto, ya impotente, tratando de dar por acabada la conversación mientras me quedo pensando en que la conquista fue un éxito rotundo. ‘Qué daño han hecho los más de 300 años de invasión.’

viernes, 3 de octubre de 2014

La Casa de la Esperanza



Aún recuerdo cuándo me preguntaban antes de venir: ¿Pero qué vas a hacer allí? ¿Te vas a ir así a lo loco? Yo realmente no sabía muy bien qué responder, realmente nadie me concretó nada. Incluso podía haber sido una mentira, ¡pero hay que confiar si la vibra es buena! Aquí no se arreglan las cosas al 100% por internet, hay que estar en el terreno e ir viendo, por eso va todo más despacito.
Pero ahorita sí, después de 5 semanas que llevo ubicado en el proyecto, ya es hora de ponerme al día en este pequeño cuaderno, bitácora de viajes que ya cumple su legislatura, cuarto aniversario desde que lo creé allá en el Santiago da miña terra querida, de la que sigo enamorado. ¡Qué morriña tan grande y sana padezco! Pero como dijo Míster Mercury: Show must  go on’. Para bien y para mal la vida sigue…

Por cierto, no sé qué pasa con Galicia, pero corren como la pólvora las bromas y los chistes sobre gallegos e incluso muchos me preguntan si son ciertos. Y con ellos no se refieren a todos los españoles como los argentinos. Hasta algunos afirman conocer descendientes de gallegos y cuentan anécdotas de su torpeza. Yo me enojo y les digo que es totalmente falso, que he vivido allí durante un año y que empiezan a tocarme los cojoncillos. Ya me pasó en México también y no sé a qué se deba este fenómeno, pero me temo que debe darse en todo el continente latinoamericano, desde la Patagonia hasta el río Bravo. El sentido común me dice que tiempos de la posguerra los gallegos más pobres de aldeas, los analfabetos que apenas hablaban español fueron los que tuvieron que emigrar y que, al llegar a las grandes ciudades latinoamericanas, se las metían dobladas a diestro y siniestro. Yo les explico: ‘Imagínate a un indígena en Madrid tratando de coger (no de cogerse) el metro. Ahí ya me van entendiendo y fruncen el ceño. Si hasta a mí me cuesta lo del metro… Pero no hay mal que por bien no venga y al menos la región que conocen es Galicia y no Cataluña, Euskadi o Andalucía.

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La Casa de la Esperanza es un instituto maya ubicado en el municipio de Poptún, un pueblo casi ciudad, con 40.000 habitantes repartidos por un vasto terreno. Aquí no se construye a lo alto, cada uno tiene su parcelita. Aunque esté en el área urbana, el instituto se dirige a estudiantes de aldeas, de las comunidades rurales, de familias de bajos recursos. Como muchos de los jóvenes son necesarios dentro de sus familias, funciona en régimen de seminternado: dos semanas intensivas de clase y dos semanas en sus casas, ayudando a sus familias y algunos trabajando para poder pagar los estudios.
Llegué allí un domingo lluvioso y fresco. Por fin algo de alivio después de 10 días de intensísimo calor. Me recibió Reinaldo, quien a sus 27 años ya es el director del instituto. Él es ex estudiante del centro, es indígena de la etnia q’eqchi, la mayoritaria de esta región. Ahí me explicó por primera vez el funcionamiento del proyecto y lo que se suponía que podía hacer.




Al rato llegó Don Salvador, el fundador de la escuela, me dio un paseo por las instalaciones y me invitó a comer. Me advirtió dos cosas desde el primer momento: ‘Espero que no enfermés y que no adelgacés’. Acá en Guatemala hablan de vos como en Argentina. Yo le dije que por la comida no se preocupara, pero ya me iba a dar cuenta pronto a lo que se refería. De las enfermedades no hay noticia.

La historia de este hombre es bien curiosa. Tras licenciarse en filosofía se ordenó sacerdote y ejerció como tal durante 17 años hasta que, harto de ver más iglesias que escuelas, harto de que la ignorancia del pueblo sea la mejor arma de los poderosos y hartísimo de que la gente asuma ser pobre por la gracia de Dios, se rasgó los hábitos y comenzó una lucha por los derechos del pueblo, de los más indefensos. El proyecto donde estoy es uno de los tantos que ha emprendido: registró en el catastro las tierras para las comunidades, promovió la construcción de edificios gubernamentales en el pueblo para hacer trámites y ahorrar horas y horas de viaje a los aldeanos, fundó una radio comunitaria en lengua indígena y hace poco participó en la construcción del primer barrio en el pueblo con drenaje.

Después de comer en un buen restaurante por 4 euros, me dejaron un rato que descansara hasta que fueran llegando los chicos, ya que al día siguiente comenzaba el nuevo plan. La verdad es que venía tan mentalmente preparado a vivir con lo básico que cuando vi una habitación propia para mí con baño me pareció todo un lujo. Pero enseguida encontré la sorpresa…

Encendí la luz del baño y vi un mosaico viviente en la pared de hormigón, un campamento okupa de al menos 30 cucarachas que apenas se movieron ante mi presencia, una fila de hormigas en la cisterna y unas cuantas arañas que habían hecho de la ducha su palacete de tela. Me quedé paralizado, sentí  que yo era el invasor que llegaba a perturbar su paz y antes de iniciar una guerra me dije: ‘Está bien, voy a mear, yo no las molesto y ellas no me molestan. Lo de ducharme ya vamos viendo. Estoy rodeado. 30 cucarachas fuera, las que habrá dentro...’

No quería iniciar una masacre a lo loco, a saber cuál podía ser la fría venganza mientras durmiera plácidamente. Así que pasé la primera noche con esos bichos marrones, grandes, pequeños y medianos correteando por las grises paredes. La táctica funcionó y ninguna se posó en mi cama, ni en mi cara. No digo lo mismo de los mosquitos, yonkis de mi sangre fresca. Al día siguiente, lleno de picaduras y con una mosquitera como escudo para la noche, me armé de mi mortífera chancleta y me lié a hostiazo limpio. Al rato el suelo era un reguero de cadáveres. Con las hormigas y las arañas llegué a un pacto de no agresión. Unas se encargarían de limpiar los cadáveres de cucarachas que yo no recogiera y las otras de mantener a los mosquitos a raya. En pocos días bajó la población cucarachil y ya el otro día descubrí su último escondite bajo la cama y casi he conseguido exterminarlas. Ya hasta les he perdido el asco inicial y a veces les perdono la vida. Con las demás compañeras hasta el momento sigue el pacto y la convivencia es buena. En la ducha trato de no echar agua a mis arañitas, no se me vayan a ahogar.

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Volviendo al instituto, las primeras dos semanas me dijeron que simplemente observara y fuera conociendo a los chicos, el funcionamiento de las clases y adaptándome al ritmo de vida. Me pareció bien, con paciencia y poco a poco iría apoyando en lo que se pudiera.

Lo que más me sorprendió desde un principio es la disciplina de los chicos y chicas. Ellos solos se organizan en comisiones y van atendiendo las labores del centro: los de la comida se levantan a las 4 de la mañana para cocer el maíz, ayudar a hacer las tortillas y repartir la comida a los compañeros, los de limpieza se encargan de mantener todo recogido y en orden y los de horarios apagan y encienden luces y se encargan de tocar la campana. Y lo curioso es que ¡funciona! Luego en clase suelen atender, copian la mayor parte del tiempo (no hay para libros), suele haber silencio y son bastante participativos. Siempre hay excepciones, pero en general sigo muy sorprendido y eso a mí me iba a facilitar mucho las cosas. La vida para ellos no es fácil, se nota que han tenido que trabajar desde bien temprana edad. Las mujeres en la casa y los hombres en el campo. Este es un país aún machista en aras del cambio.

Como muchos de ellos viven sin luz ni agua corriente, aquí no se les quiere cambiar los biorritmos. Funcionamos con el sol, como en la vida de campo. Y la noche no invita a hacer muchas cosas fuera. Ellos se levantan a las 5 y yo a las 6.30 (justito como siempre), comemos sobre las 12 y cenamos a las 18.30. Vamos como si viviera en Noruega o Inglaterra, pero chorreando calor. Luego claro, a las 10 de la noche ya es tarde, casi hora de dormir, sobre todo porque mi habitación está cerca de la cocina y a las 5 de la mañana ya se pueden oír los golpes sobre la mesa de los chicos con las manos en la masa.

Esto no es como México, pero el recibimiento ha sido muy bueno y ha hecho que no haya tenido problema en ir encajando. Poco a poco he ido encontrando quehaceres: como al principio asistía a casi todas las clases luego ya podía ayudarles con las tareas de matemáticas y física, con la ortografía, con PowerPoint o Photoshop. Me he sentido curioso a veces trabajando con Photoshop y seguidamente ir a lavar la ropa a mano o encontrarme una carreta tirada por mulas.



También he calificado trabajos y exámenes y he desarrollado labores de informático poniendo los equipos a punto porque aquello era una orgía de virus. Y ahora me han dado las claves para renovarles la página web, algo que me va a costar un poco, pero que seguro me va a dejar buenas enseñanzas. En ese período también cubrí algunas bajas de profesores y pude dar alguna clase de inglés, física e informática. ¡Ah! Y fotógrafo, en cuanto vieron la cámara y las fotos que hacía de repente todos querían que les tomara fotos para que les revelara como recuerdo. Muchos se pusieron sus mejores galas y yo les hacía posar con cuidado de no pasarme de atrevido. Me hicieron recordar a Canarias y mi tiempo de Pepito Piscinas. La cosa fue creciendo tanto que tuve ayer fui a revelar más de 150 fotos y decir basta, que ya se vienen los exámenes. Chico para todo vamos…


Pero donde yo veía que podía realmente aportar algo era en inglés. Los profesores aquí están sobrecargados de materias y la de inglés estaba repartida entre tres profesores, que aunque sí saben algo, hacen lo que pueden. Así que platiqué con ellos si querían darme esas clases y la respuesta fue que sí. Un peso que les quité de encima y una oportunidad y responsabilidad para mí, que es al fin y al cabo a lo que he venido.

La verdad es que con las condiciones creadas no se me está dando nada mal, la clave está en ir bien preparado y planificar bien las clases y el tiempo, mucho más en estos inicios. Hay muchos que se interesan y estudian más por su cuenta, que me preguntan. Repito, estoy sorprendido. Les he subido un poco el ritmo y el nivel, pero trato de hacer las clases prácticas y orales (como nunca nos han enseñado) y la mayoría de ellos están respondiendo bien. Ha habido algún pequeño problema, pero ya está solventado. Algunas veces el conflicto es necesario para el cambio. Y hay que aprender a enfrentarlo.

También suelo compaginar el ajedrez con el fútbol casi todos los días. Lo bueno de vivir en el verde es que hay un campo de fútbol 11 hecho con el trabajo de los alumnos. El césped cortado a machete (que es como un sable), las líneas dibujadas a machete y las porterías fabricadas con troncos. Y ya me he dado cuenta que estoy pa’l arrastre. Soy lento y estoy acabado, pero la noticia es que aún no me he lesionado y poco a poco voy  ganando forma hasta el punto de que el otro día jugué un partido de ¡70 minutos!

Así que a día de hoy ya soy ‘profe-teacher’ Sergio y poco a poco me he dado cuenta de que esto no es un juego, es un apelativo que conlleva una gran responsabilidad. Dependiendo el momento soy un ejemplo, un referente, un amigo o una autoridad. Tengo que vigilar mis actos y medir mis palabras. Y hay que saber cómo actuar en cada momento. Y hay que hacérselo entender.  

El caso de este instituto es particular en Guatemala, ya que lucha por la educación de verdad. La prueba es que muchos cuando entran apenas saben escribir español y cuando salen, si siguen estudiando en otros centros, están entre los mejores de su promoción. Aun así el nivel está más bajo que en España. La educación pública aquí es un desastre, todos lo reconocen. Necesita cambios estructurales, pero ahí ya poco puede uno hacer.

En cuanto a la comida, me he adaptado pero ya sé a que se refería Don Salvador. Una dieta variada es un lujo, así que la mayoría de días comemos tortillas de maíz y un platito de frijol cocido para desayunar, comer y cenar. Creo que lo voy a aborrecer. A veces varía la dieta y hay pasta o arroz, a veces huevos duros, a veces caldo. Sí que echo de menos las verduras en general, las ensaladas y la dieta variada y saludable. Podría ir al mercado y comer aparte, pero tampoco quiero ser el tiquismiquis inadaptado. Si estamos estamos. Pero sí que voy a comprar fruta para comer entre horas y no tener una dieta basada en los hidratos y las proteínas. También algunos días voy a casa de un maestro a degustar la comida de casa guatemalteca y ahí ya la cosa cambia. Así que entre el deporte y la alimentación voy recortando algún centímetro al cinturón. No viene mal tampoco. La grasa y el calor no se llevan muy bien.

Lo de la comida tiene una explicación. El proyecto comenzó hace 13 años con fondos internacionales y todo funcionaba como la seda, comida variada, mucho personal, buen mantenimiento, etc., pero la ayuda se ha ido recortando y el proyecto se ha ido adentrando en una espiral de deuda difícil de resolver. Ahora hay una crisis espantosa. Este es un proyecto trabajado por gente local y los maestros tienen que ganar para comer y mantener a sus familias. Hace unos años ya se bajaron el salario el 50% y  este año ya se les debe seis o siete meses. Sé que alguno está pasando algo de hambre y alguna vez le he invitado a comer. Andan endeudados, pero se mantienen firmes y no quieren dejar esto morir. Veremos cómo acaba. Si puedo contaré esto con más calma. Si alguien sabe de alguna puerta donde llamar para conseguir fondos que me lo diga. Aquí parece todo tranquilo, pero las cuentas no dan, a mi mente europea le genera estrés esta situación.

Siento la parrafada, pero ya me quería poner al día. Se me quedan muchas cosas que contar, pero no me voy a enredar más, solo que también me escapé a ver a mi amiga Irene y su familia. Me invitaron a pasar un par de días en su lindo hotel a las orillas del lago y me llevaron a ver Yaxha, una zona arqueológica cerca de Belice.

Ya  estamos en temporada de lluvias, la ropa no se seca, pero se suda mucho y todo el día huelo mal. El otro día llovió tanto que el váter parecía un volcán escupiendo agua. Menos mal que me di cuenta a tiempo. Y después de la lucha contra las cucarachas ahora llevo una lucha contra un enemigo más sigiloso y temible: los hongos de la humedad.



Y nada esta semana acaba el plan y me iré con los chicos de la sierra Lacandón a conocer a sus familias y ver cómo viven para hacerme una idea de lo que significa esta escuela para ellos, aunque aún no lo sepan: una rendija de luz, una pequeña oportunidad para salir de una vida condenada a la pobreza, al duro trabajo del campo, para que sean líderes en sus comunidades, ejemplos, para que no se dejen engañar y sigan con la lucha por la tierra y la dignidad.